No voy a bajar el precio del menú. Para eso me voy a servir tapas a un chiringuito. Me lo dijo, hace ya un montón de años, un cocinero ante los primeros coletazos de lo que luego descubriríamos que era la crisis económica de 2008. Aquel restaurante gozaba de cierto éxito local, el nombre comenzaba a sonar y era un habitual en esas quinielas que, normalmente con poco acierto, se hacen todos los años alrededor de futuras estrellas Michelin.
Su menú no era barato. La cocina que ofrecían estaba muy bien, resultaba interesante y, en mi opinión, estaba cargada de sentido común. En los años anteriores, apenas recién abiertos, se habían embarcado en una reforma integral y muy costosa de la cocina y en la compra de toda la maquinaria que había que comprar en 2006, de la Roner -varias- a la Pacojet, de la Gastrovac a la Rotaval. Todo. Todo para un restaurante de gama media de una ciudad pequeña. Y eso repercutía en el ticket medio, lo cual, en 2007, no parecía ser un problema. Todo el mundo estaba haciendo cosas similares, los precios subían, las salas se reformaban, los restaurantes se trasladaban a locales más amplios y los clientes parecían dispuestos a pagar.
Y llegó 2008. Y tras él 2009. Y después 2010. Y 2011. Y el restaurante, que se negó a bajar precios, acabó cerrando. No fue culpa suya. La crisis se llevó por delante infinidad de negocios, muchos de ellos bien gestionados. Pero tengo la convicción de que aquel éxito en ciernes no ayudó; aquel “para eso me voy a servir tapas a un chiringuito”, aquel dejarse cegar por el brillo de un reconocimiento que por un momento pareció no estar muy lejos, tuvo bastante que ver.
El éxito, por pequeño que sea, es un arma de doble filo que no siempre resulta fácil de manejar. No hace falta que nos detengamos demasiado en su lado positivo porque, creo, lo tenemos todos bastante presente: más visibilidad, más clientes, más posibilidades de hacer cosas que antes, quizás, no estaban al alcance, más recursos, más atención mediática; más amigos, más invitaciones, más dinero que viene llamando a la puerta sin que tengas que hacer demasiado.
La cara oculta es más compleja, suele estar llena de cláusulas en letra pequeña y de gente que desaparece en cuanto las cosas se tuercen un poco. Aunque ni siquiera hay que llegar hasta ahí. La cara oculta, en realidad, es un éxito que muchas veces no llega, a pesar de que el negocio entero se haya concebido pensando en él, a pesar de que se haya fiado a su aparición el éxito de un modelo sujeto, en ocasiones, con palillos.
No estamos en 2008, afortunadamente, pero 2022 presenta también sus retos, cuestiones que cada vez recuerdan más a aquellos años tan duros y ante las que, por desgracia, en ocasiones la reacción vuelve a recordar a algunas de las que vimos por aquel entonces.
Son momentos para la tranquilidad, para afianzar al cliente local, seguramente también para el perfil bajo; son meses para medir bien el gasto y evitar en lo posible las huidas hacia delante, porque si salen bien será estupendo, pero es difícil saber lo que nos espera a la vuelta de la esquina y es muy posible que los cálculos que hagamos ahora no valgan dentro de unos meses.
Las guías ayudan. Pueden ayudar, quiero decir, pero ni son la salvación ni, sobre todo, acaban siempre por llegar. La prensa puede ser un aliado muy favorable, pero no es la prensa la que llena los restaurantes cada día. Todo suma. Todo puede sumar. Pero en España hay poco más de 200 restaurantes estrellados de los cerca de 140.000 que abren sus puertas a diario. Yo no lo apostaría todo a ese caballo.
Tenemos por delante años inciertos, probablemente volátiles, seguramente con cambios en las dinámicas turísticas y, por desgracia, también en el perfil de gasto del consumidor de proximidad. La cierta recuperación que vivíamos a partir de 2015 no va a volver, me temo, pronto. Nada indica que rusos, chinos, japoneses, australianos o británicos vayan a regresar en el medio plazo al ritmo al que lo hacían antes, no parece que los estadounidenses estén saliendo con la intensidad con la que salían hasta 2019 y, sobre todo, la capacidad de gasto del público local está muy tocada.
Todo esto no supone que el panorama que tenemos por delante sea necesariamente catastrófico. Creo, de hecho, que hay posibilidades para hacer cosas interesantes, pero creo que exigirán una planificación cuidadosa y consciente del contexto. Estoy seguro de que los próximos años darán, pese a todo, grandes alegrías, que veremos nacer nuevos formatos y que consolidarán nombres que ya están en activo, pero creo que serán también años que exijan prudencia y tal vez ritmos un poco más lentos.
Tengo la sensación de que serán años en los que la moderación será clave, en los que el trabajo discreto pueda salvar más de un proyecto; años en los que el éxito mediático ayudará a quienes lo disfruten, pero probablemente hará que caigan quienes vean en él la única opción, quienes olviden que, si llega, debería llegar con consecuencia y no ser nunca el objetivo. Porque el objetivo, al final, debería ser dar de comer rico y honesto, hacer disfrutar al comensal y vivir de ello, ¿o no?