El otro día le leí a la dietista-nutricionista Pilar Esquer que el ser humano es el único animal que come, a sabiendas, alimentos que le perjudican. Pilar tiene razón, y dejen que añada que también bebemos lo que no nos conviene, ya sean refrescos azucarados o alcohol, del que les recuerdo que no existe dosis segura y, a pesar de lo cual, los que bebemos no estamos dispuestos a renunciar a él. Yo tampoco.
Pero es que nacimos hambrientos y sedientos. Ya lo he explicado aquí en alguna ocasión: esa fruta pocha, esas ostras que se comió o esa agua encharcada que se bebió, por primera vez, un homínido -con la consiguiente primera gastroenteritis de la historia- no son otra cosa que una muestra de que aparecimos en la Tierra con hambre y sed. Había que sobrevivir y hacíamos lo que hiciera falta.
Comer para sobrevivir está en nuestro imprinting, en nuestra impronta genética. En alguna sinuosidad de la doble hélice de nuestro ADN, aún existe algo que nos impulsa a comer lo que sea, aunque sospechemos que quizás no nos siente bien. Vamos, que todos hemos llegado a las mil después de una noche de farra y hemos comido lo más aberrante e insospechado. ¿O no?
Y hay más ejemplos. Ese náufrago que se bebe su propia orina o esos supervivientes de un accidente aéreo que devoran a sus compañeros muertos para sobrevivir. En este caso, incluso hay que sobreponerse a prejuicios no ya gastronómico-alimenticios, sino morales. Y es que aunque moral y ética no son lo mismo, la dimensión ética de la alimentación no es algo tan nuevo.
Sí, ya sé. Pilar y ustedes me dirán que esos son casos extremos, y que ahora sabemos mucho más sobre los efectos de lo que ingerimos en nuestra salud, y que como mínimo en los países occidentales hay suficiente abundancia de alimentos saludables y seguros como para no tener que comer y beber cualquier mierda o tener que devorarnos los unos a los otros. Y de nuevo es verdad, pero ahí está nuestro ADN -la evolución se ha escrito con renglones torcidos- y tampoco nos olvidemos de la estrecha relación entre dieta y renta.
Porque a fin de cuentas, y más allá de la indispensable nutrición sin la que la vida sería imposible, ¿por qué comemos? Sostengo que el acto de comer es sobre todo un ritual en sí mismo o que, muchas veces, forma parte de un ritual. Y solo esta afirmación daría no solo para un artículo, sino para un sesudo tratado antropológico.
Pero, ¿cuántas veces han dicho o escuchado frases tales como que la «comida es sagrada» o que «tirar comida es pecado»? El lenguaje nunca es inocente y está cargado de significaciones sociales y culturales. Supongo que no hace falta que profundicemos mucho en la relación entre cocinar, comer y religión. Acabamos de pasar -y sobrevivir a- de nuevo la Navidad.
Cocinábamos y comíamos para honrar a los dioses. Las ofrendas, las bacanales, los banquetes… Cocinábamos y comíamos para tenerlos contentos y para celebrar que no éramos pasto de su ira. El primer dios al que veneramos fue la misma naturaleza que nos proporcionaba los alimentos, y a los mismos animales que después nos comíamos. En India las vacas siguen siendo sagradas. Y es que cocinar y comer es, también, una forma de abrirse al mundo, a la civilización que nos rodea y de conectarnos con ella, con el mundo y con la divinidad.
Y en esa relación con los dioses, en ese ritual, la humanidad ha usado todo aquello que, incluidas drogas duras, en cada momento ha creído que podía hacer esa relación más cercana, sin importarle mucho si se estaba jodiendo el hígado, el páncreas o la mente.
El humanismo primero y el laicismo después convirtieron, afortunadamente, al ser humano en el centro y medida de todas las cosas. Y ahora comemos para celebrarnos y honrarnos a nosotros mismos o a aquellos que nos importan, a los que dan significado a nuestras vidas como antes lo hacían los dioses.
Por eso, si un amigo nos invita a comer, llevamos una botella de vino o un postre cargado de azúcar -ambos malísimos para nuestra salud- porque las convenciones sociales nos impulsan a hacer tal cosa, sin duda, pero también porque sin darnos cuenta aflora nuestra ritualidad más ancestral.
Y Pilar me dirá, de nuevo con toda la razón del mundo, que si comer es celebrarnos y homenajearnos, con más motivo deberíamos ser más conscientes de que lo que nos metamos en el cuerpo no nos mate, porque «el cuerpo es nuestro templo».
Ya, sí, pero es que hay cosas contra las que es muy difícil luchar. La herencia recibida es una de ellas. No es que sea imposible, claro, pero es complicado. Y a fin de cuentas, y como consuelo, la ortorexia también es un trastorno alimentario. Y comer sin culpa es también salud.