Supongo que es el tiempo, que me pone quisquillosa. Llevamos varias semanas en las que el sol de Valencia no levanta cabeza y yo, que me dejo aplatanar muy fácilmente, pues tampoco. Pero hay un plus a todo esto, y es que estamos en marzo y tras dos años de silencio más o menos sepulcral, las Fallas de Valencia han vuelto. Guerreras, con ganas de mucha tralla y con las pilas más que cargadas para darlo todo. Ellas, no yo. Porque no me gusta la lluvia y porque, en esencia, no me gustan las Fallas. Sí, valenciana antisistema aquí presente y quien me conoce bien lo sabe. De hecho, ya ves que poco me importa decirlo, primero porque yo tampoco le caigo bien a todo el mundo, eso es así y no pasa nada; y segundo porque no estoy sola y sé que hay muchos valencianos a quienes no les corre horchata por las venas. Y tampoco pasa nada.
El caso es que Valencia llevaba dos años de parón pandémico y, como era de esperar, los fallerets y falleretes estaban ya que se subían por las paredes. Enfadadísimos por no poder ver cómo su ciudad brillaba, vibraba y se llenaba de luces, de fuegos artificiales, de música y de gente celebrando y bailando. Con o sin mascarilla, había mucho -muchísimo- mono acumulado de vivir la millor festa del món. Y, claro, eso este año se tenía que gritar más alto que nunca. Con o sin mascarilla, con o sin virus, con o sin guerra. Sea como sea, ¡les falles ja estàn açí! Y Valencia huele a fallas y toda la parafernalia de siempre.
Pues bueno, me parece muy bien. Pero, ¿por qué será que donde ellos (y quizás tú también) ven “luces, fuegos artificiales, música y gente celebrando y bailando”, yo veo “calles manchadas, desperdicios de comida mires donde mires, gente bebiendo alcohol por encima de sus posibilidades, paellas infames que no tienen ni nombre y que dan vergüenza ajena, un aire difícil de respirar si unes el olor a fritanga con el de la pólvora, niños y niñas comiendo cantidades ingentes de azúcar, la caña y el vermut como filosofía de vida totalmente normalizada, hosteleros y camareros desbordados, bares pegajosos, servicios de sala que no deberían darse si la calidad es la que es, señoras y señores de bien haciendo colas eternas para tomarse un chocolate caliente en lugares donde te cobran lo mismo que costaría comprar la chocolatería entera, horchata de “chufi” con fartons que de caseros tienen lo que yo de rubia. Y bla, bla, bla.
La otra cara de la gastronomía en Fallas. El lado oscuro de eso que en Valencia se quiere vender como los platos típicos y las recetas arraigadas a la terreta. Ai, Valencia querida, me gustas mucho de verdad, pero no cuando te pintan así la cara, cuando hacen de ti un menú diseñado exclusivamente para guiris dispuestos a vaciar sus carteras por ti. No cuando tus calles se llenan de churrerías, de latas de cerveza y de porciones de pizza a modo de moqueta. No cuando hueles raro. Tú no sabes así, que lo sé yo y todos los valencianos. Tu gastronomía se disfruta de otro modo y en otro momento. Pero no en Fallas, desde luego. Cuando pase marzo y la resaca de quienes te cocinaron mal y pronto pase, quedamos cuando quieras.
Por cierto, tampoco me gusta la horchata ni los fartons, pero eso ya es cosa mía. Las Fallas no tienen la culpa.