Hoy dentro de la serie de artículos haciendo amigos por el mundo, les traigo el episodio dedicado a explicarles por qué creo que en España no hay críticos de restaurantes que se puedan considerar realmente como tales. O dicho de otro modo, por qué pienso que aquí no se hace crítica, lo que hace que a veces parezca que vivimos en Alicia en el país de las maravillas. Hasta es posible que tengamos un sombrerero loco y todo.
He leído muy pocas veces entre nuestros cronistas una crítica a un gran restaurante como esta de Pete Wells en The New York Times sobre el Per Se de Thomas Keller, en la que por ejemplo se puede leer esto:
“Con cada nueva visita, un restaurante tiene que ganarse nuevamente sus estrellas. En su forma actual y a su precio actual, Per Se luchó y no lo pudo conseguir, al ir desde lo respetuosamente aburrido, en el mejor de los casos, hasta lo decepcionantemente descuidado en el peor”.
Me niego a creer que nunca ninguno de nuestros críticos haya comido mal en un dos o un tres estrellas Michelin, porque yo sí. Tampoco he leído críticas como las de Jay Reyner en The Guardian, ni tirar de sentido del humor como él, incluso a costa de ser un poco maleducado:
“[…] es igualmente posible admirar parte de la cocina mientras se prefiere la idea de clavarse un tenedor en la parte blanda de la mano en lugar de tener que comer allí de nuevo”.
Vayan por delante algunas cosas que me parecen importantes aclarar antes de meternos en harina, y yo mismo en un jardín lleno de espinas. Pero bueno, oigan, escribir es meterse en problemas si no, ¿para qué?
Lo primero es que adoro a los cocineros y a los restaurantes. Es lo que me sucede con todas aquellas personas y aquellos lugares que me hacen feliz. Me pasa con mis hijos, con las mujeres a las que he amado, con mis amigos y con Barcelona, Londres y Cadaqués.
La realidad es que me prodigo poco; quiero decir que a los restaurantes yo voy como cliente y muy pocas veces a trabajar. Y ahí va la segunda de las advertencias preliminares que quería hacerles. A pesar de que lo he hecho en el pasado y que lo hago ocasionalmente, no escribo de restaurantes porque no sé. Se me da fatal. Yo creo que es que no me concentro. Por eso -y ahí va la tercera previa- mi total admiración por aquellos que sí lo hacen, porque creo que se enfrentan a una tarea titánica y dificilísima.
Del mismo modo, también me parece fundamental que antes de poner pros y peros al trabajo de los demás, en primer lugar todos deberíamos ser capaces de hacer bien el nuestro, y creo que los críticos no terminan de hacerlo o no siempre o no con todos los locales por igual.
De todas formas, pocas cosas me parecen más jodidas que juzgar el trabajo de otro. Y no se me ocurre mayor responsabilidad, además, que hacerlo sabiendo que ese juicio -aunque se intente hacer con total imparcialidad- siempre tendrá una gran carga de subjetividad y que de él puede depender -en alguna medida- la viabilidad de un proyecto en el que hay puesto mucho esfuerzo, mucha ilusión y a menudo grandes inversiones. Pasta gansa, vamos.
Pero claro, si usted se dedica a hacer crítica de restaurantes, pues tampoco vale hacerse trampas al solitario y excusarse en que si todo es muy subjetivo, que si hay que ir con cuidado de no perjudicar a nadie y que si la abuela fuma. Porqué, si hemos venido a jugar pues juguemos, ¿no?
Es que es de locos, ya me perdonarán. Es como si un policía al que se le recriminara que no detiene a los malos, a pesar de tener la posibilidad de hacerlo y de ser su obligación, dijera que es que le da pena que terminen en la cárcel. O como un bombero que no se acercara al fuego porque dijera que no quiere quemarse. Oigan que meter entre rejas a los malos y apagar incendios es su maldito trabajo. ¿Y cuál es el trabajo de un crítico? Veamos.
La misión de un crítico es emitir una opinión bien fundamentada, lo más objetiva posible, teniendo en cuenta todos los elementos -buenos y malos- para que su audiencia pueda decidir si quiere o no dejarse su dinero en él. Y he oído a más de uno y a más de dos decir: “No, yo es que si el restaurante no me ha gustado, no lo publico”. ¿Perdón?
Lo siento, pero si el crítico honestamente cree que todo ha sido un desastre y que el cocinero merece la horca, pues me parece que su deber es escribirlo. De forma respetuosa, por supuesto, fundamentando el cómo y el por qué, y con la máxima empatía posible. Al final, como decíamos, siempre hay mucho trabajo detrás, y eso, por malo que sea el resultado final, hay que respetarlo siempre. Pero callarlo no ayuda a nadie, sobre todo a aquellos que son o deberían ser el destinatario de la crítica.
Por qué, vamos a ver, ¿a quién se debe el crítico en primer lugar? ¿A sus lectores o los cocineros? Yo creo que a los primeros, aunque los segundos -en un ejercicio de modestia y de envainársela, si quieren- pueden aprovechar las críticas para tratar de mejorar. Eso fue lo que hizo Thomas Keller con la crítica de Pete Wells, aunque puede ser que todo fuera un ejercicio de hipocresía.
Me consta que muchos escribidores hablan con los chefs al terminar de comer y les hacen un avance de lo que les ha parecido y van a publicar. Y también me consta que en estas conversaciones se dicen muchas cosas que después no siempre salen publicadas.
¿Y qué es lo que sucede aquí? Pues que muchas veces da la sensación de que los críticos se deban más a los restaurantes que a su audiencia. Y claro, si un día un crítico decide hacer bien su trabajo y pone a bajar del burro un restaurante, ni que sea por falta de costumbre, se lía de Dios. Un ejemplo
En septiembre de 2019, Carlos Maribona visitó el restaurante que Diego Guerrero acababa de abrir en Madrid, Dspeakeasy, y no le gustó. Lo escribió en Twitter como antesala de su crítica en ABC. A Guerrero le sentó como una patada en los huevos e hizo una pataleta, que básicamente consistió en no dejar entrar a la fotógrafa del periódico para tomar la imagen que debía ilustrar la crítica.
Pero una flor no hace verano, y lo habitual es que las llamadas críticas que se publican aquí tengan muy poco de crítica y mucho de excelentes crónicas de qué se come y bebe en los restaurantes patrios. Y curiosamente, sobre todo, esto sucede con los restaurantes de cierto nivel, porque sí he leído, e imagino que ustedes también, textos en los que se despellejaba vivo a restaurantes modestos.
Entiendo que es un equilibrio complicado. Que los unos se necesitan a los otros y los otros a los unos. Que es mucho más fácil aquello de vamos a llevarnos bien y vamos a remar todos juntos por el bien de la gastronomía española, pero me parece que la ausencia de crítica es un mal asunto en general en la vida, y que en el caso que nos ocupa, se le hace un flaco favor a esa gastronomía que algunos sólo entienden como un conjunto de restaurantes de fine dining, y que otros consideran la mejor del mundo. Ambas, ideas equivocadas, a mi entender.
Pero tampoco me vale ese argumento de que claro, como los críticos van invitados, cómo quieres tú que después escriban que no les ha gustado. No me vale, porque no siempre es cierto, y hay mucho cronista que paga religiosamente. Y en segundo lugar, porque si eso sucede no es culpa del crítico. Si al terminar y al pedir la cuenta te dicen que estás invitado, ahí el único responsable es el local. Si alguien pretende que eso funcione como una especie de salvaguarda, pues es su problema, pero no debería influir en lo que se vaya a escribir. Sí es problema del periodista si eso le genera incomodidad o conflicto de intereses, en cuyo caso o bien insiste hasta que se le permite pagar o bien no publica nada.
Y sé perfectamente de qué hablo porque me han invitado y he escrito después. Y sé perfectamente cómo me ha mediatizado el hecho de haber comido de gorra.
Al final, el resultado es que en España tenemos crítica literaria o cinematográfica como tal, pero no de restaurantes. Sí tenemos, como decía, excelentes crónicas de maravillosos periodistas gastronómicos, maravillosamente escritas, que explican muy bien qué se come en los restaurantes, pero en las que siempre todo resulta maravilloso. ¿De verdad ustedes amables lectores siempre comen bien?
La verdad no existe. Es un ideal a perseguir, con nobleza, sinceridad y perseverancia, pero teniendo muy claro que es inalcanzable. A lo máximo que podemos y debemos aspirar es a no mentir. La verdad se define por la ausencia de mentira, como el frío por la ausencia del calor. A partir de ahí, que cada uno haga lo que pueda o crea.