Observo las palabras como si fueran insectos. Hoy quiero escribir ligero y aplastar las hormigas con la yema de los dedos. Escribir de forma despojada y expuesta como hace Gabriela Wiener y salir de la trinchera, que es femenina y plural. Tirar del hilo. Dejar que se enrede.
Si lo hiciera, tendría que hacer preguntas incómodas. Si lo hiciera, tendría que adentrarme en lugares oscuros. Si lo hiciera, tendría que redactar textos para los que no estoy preparada. El hilo no me llevaría de vuelta a casa como las migas de la literatura infantil: me ataría las manos tras la espalda y me enfrentaría al vértigo.
Llevo en esto de la gastronomía tres telediarios. Cuatro, con el de hoy. Y cuantas más horas invierto fuera de los libros, más me duelen las manos de llevármelas a la cabeza. Lo hago cuando una compañera periodista denuncia abusos de poder, cuando una alumna me envía y borra mensajes por miedo a represalias en salones de prestigio en los que hace las prácticas, cuando se sabe que la sostenibilidad de un restaurante se reduce a un color, que la autoría es un espejo de aumento o que en esa casa —sí, esa de ahí— se da gato por liebre.
Y se calla.
He llegado tarde a la fiesta. Ellos saben que sabéis que saben, pero yo no sé quién sabe qué. Ni siquiera qué debo saber o a cambio de qué el silencio. Nunca he caminado descalza. Sin embargo, ahora visto plomo para dar los pasos y, aún así, meto la pata. Prevalece toda una generación de cocineros y periodistas gastronómicos que comparten un campo de batalla y que saben dónde pisar, dónde están enterradas las minas.
A cada detonación, se me despierta el deseo de tomar distancia. A cada revelación, el convencimiento de que es a otras cocinas a las que tengo que mirar. En ellas trabajan jóvenes —pienso en Javi de Ama, en Julen de Islares, en Vicky de Arrels, en Alejandra y Emanuel de Atalaya, en Martina, en Rebeca— con los que comparto fecha de caducidad y promesas que cumplir. Algunas de las mías son tontas, pequeñas, apresuradas. Otras, como la de ejercer el periodismo gastronómico que admiro, que ejercen pocas personas en este país y que envidio de otras latitudes, están ahí al abrir los ojos, ingrávidas a pesar de su peso, recordándome que no falte a mi palabra.
«Vales más por lo que callas que por lo que cuentas», me dijo un chef una vez. Pero igual que ya sabemos eso de que hay historias que merecen ser contadas, también hay historias que deben ser contadas. No creo ser yo la persona que tenga que hacerlo: que salgan de debajo de la mesa quienes se han sentado en ella. Y han comido. Y han bebido. Y han tejido trampolines con el hilo del que no me atrevo a tirar.
«Extraño desacostumbrarme de la hora en que nací. Extraño no ejercer más oficio de recién llegada», confiesa Alejandra Pizarnik en alguna sus páginas. Y yo, al contrario que la poeta argentina, lo que deseo es entrar sin llamar, no andar de puntillas. Adueñarme de la mesa y del golpe que la atrona —masculino, singular—. Tener los huevos para matar a estos insectos con las yemas de los dedos y dejar paso a otras hormigas con más ganas de ejercer su oficio en la cocina y en las letras que la cuentan.