Es jueves por la tarde. La marea universitaria suele inundar el barrio, las terrazas, el paseo del este de la ciudad. Hoy no. En Málaga, hoy es un jueves sin víspera.
El supermercado sufre de afonía. Apenas una decena de personas nos paseamos por los pasillos sin mucha prisa, solo por el placer -yo al menos- de mirar otras cosas que las que guardan mis paredes.
En la charcutería tres personas hacen cola, dóciles a las señales que delimitan el espacio público, el privado, cómo llamar a esto ahora. El charcutero rebana lomos y jamones que no han olido bellota mientras interpreta su propio monólogo sobre los días. La fila de carros se limita a asentir con la cabeza.
Una reponedora posa feliz para un cliente que fotografía una sección huérfana de precocinados. Imagino todos los microondas pitando al unísono a la hora de la cena. Sabores producidos metódicamente en fábricas -de aquí, de allí, es igual- en las que no se echa mano de manos humanas. Ser humano es equivocarse y vivir sin certezas. De incertidumbres hay congeladores llenos.
No me dejan de asombrar estas postales que son ahora cotidianas. Entre una y otra he llenado el carrito -siempre el tullido- que arrastro ya forzosamente. Aseguran que los precios se están manteniendo durante el estado de alarma a excepción de ciertos productos, sobre todo frescos. Mi lista de la compra debe ser un afortunado cartón de bingo.
No cargo con denominaciones de origen, con nombres propios ni extravagancias, excepto un cava -ahora mediocre- para el negroni sbagliato del domingo a la una del mediodía. Sin embargo, tengo la certeza de que la máquina registradora duplicará el resultado de la cuenta como ha hecho durante las semanas anteriores.
Lo achacan a la supresión de las ofertas de supermercado. Me arrepiento de no haberme alejado un poco más -cobarde- y haber vuelto a comprar en el mercado del barrio, ese en el que los pescaderos me daban a probar gambas crudas para certificar su frescura y donde podía adivinar el balido de las cabras en los quesos.
En la cola sonrío al hombre que se ha ofrecido a dejarme pasar antes que él. No ha alcanzado a ver mi carro que va perdiendo naranjas de mesa por los pasillos. Solo se ha percatado del paquete de chicles que pesco de la caja y que llevo en la mano. Los chicles son mi nuevo ansiolítico. Me pregunto si en el mercado podré comprarlos.
Agradezco el gesto al desconocido con una sonrisa. Caigo en la cuenta de que no ha podido verla. ¿La habrá leído en las arrugas que asoman en mis ojos? Por si acaso, bramo un gracias a través de esta mascarilla, de la distancia de seguridad y de la pátina de desconfianza que lo envuelve todo. No acierto a entender su respuesta.
En efecto, la cuenta supera con creces la cifra acostumbrada. Ya no hay ofertas en el supermercado. Sospecho que no podré volver a ser extravagante y sonrío, ahora sólo para mí. Por qué poco reímos hoy. Ya no recuerdo por qué reíamos antes.