Hoy les propongo que empiecen, no leyéndome a mí, sino a una cocinera, curtida en mil batallas durante más de 20 años de carrera profesional. Sostiene Maria Nicolau que:
"La cocina tradicional si no es útil, no tiene ninguna razón de ser. No está para ser folclorizada, ni para ser idolatrada, ni defendida como si fuera una especie de ideología. La cocina tradicional es sabiduría acumulada generación tras generación, de ensayo y error, de aprender a medida que se va haciendo, porque así es como se aprende la cocina en casa. Así es como se ha aprendido generación tras generación, y así es como nos llega hoy. Parecía que quizás habíamos perdido esos goznes y ese hilo, que nos habíamos desenganchado, porque en casa ya no tenemos contacto con esas madres y esas abuelas que cocinan y tenemos que encontrar canales distintos. Si Twitter sirve para algo, que sea para esto, ¿no? Para compartir entre todos lo que sabemos y lo que hemos visto en casa: utensilios, trucos, formas de hacer...".
Y además es una cocina en femenino. La mère Brazier fue la mujer que enseñó a cocinar a Paul Bocuse, y uno de los primeros cocineros -hombre o mujer- que consiguió tres estrellas Michelin. Y es que las mujeres -como explica la Nicolau- siempre han sido las encargadas de transmitir la cocina -sin enseñar, sin dar lecciones pero, al mismo tiempo, dándolas todas-. Luego, hemos sido los hombres -algunos- los que nos hemos llevado el prestigio, el reconocimiento, el poder, la gloria y la fama. ¿Cuántos dejan que sus parejas se encarguen anónimamente de la cocina de lunes a viernes, pero llega el fin de semana y son ustedes los que reciben gloria y honor por ese asado que bordan o ese arrozaco al que le cantan los ángeles? Pues eso.
Dice la Nicolau que la cocina tradicional tiene que ser útil y que no la quiere ni folclorizada ni idolatrada. Y dice bien. Porque la tradicional es un know how -por usar una palabra estúpida- más que un corpus de recetas regionales sobre el que recaen las esencias de no se sabe muy bien qué.
¿Ustedes recuerdan esa escena gloriosa de Fernando Fernán Gómez mandando a la mierda a un admirador y diciéndole que no le hacía para nada falta su admiración? Pues eso, que no hace falta.
La cocina tradicional son, sobre todo, usos y costumbres, maneras de gestionar la economía familiar, de aprovechar lo que se tiene, de alimentar lo mejor que se puede con lo poco o mucho disponible, un plan de acción en contra del malbaratamiento alimentario y a favor de la sostenibilidad. Todo ellos, conceptos que la gastronomía parece haber descubierto hace dos días y que nuestras abuelas ya manejaban hace mucho. Para ponerse a mear y no echar gota, sinceramente.
Sabe mucho de eso Toni Massanés, por cierto, el imprescindible gastrónomo, sabio y director de la Fundación Alicia, responsable de elaborar el corpus de la cocina catalana, para lo que se pateó todo el país hablando y viendo cocinar a abuelas, tías y madres.
Sobre todo esto, hablábamos el otro día en un grupo de WhatsApp. Somos raros, sí, qué quieren. Había quien sostenía -el Bonet- que era urgente introducir nociones de cocina en las escuelas, y había quien argumentaba que eso se aprendía en casa -la Nicolau-, que ese es un saber que se transmite, que no se enseña y que se aprende de otra manera, casi por ósmosis. Y por último estaba el profesor de secundaria -el Valdivia- que pedía que, por favor, dejáramos a la escuela en paz.
Yo, que soy persona de buscar consensos, creo que ambas cosas no son incompatibles. Siempre he defendido la importancia de que se cocine en casa y creo que es fundamental involucrar, en la medida de lo posible y de su edad, a los niños. Como también lo es llevarlos a hacer la compra, paso previo e indispensable. Así aprendí a cocinar yo, con los vicios, las derrotas y las victorias de mi madre.
Pero también creo que estaría bien que la chavalería -la quitxalla que decimos en catalán- recibieran algunas nociones de cocina en la escuela, sobre todo para solucionar algunos problemas de desconexión de nuestros hijos con el sistema alimentario. Si la cocina tiene que ser útil, la educación aún más, y a veces flipo con lo que aprenden mis hijos en el colegio y me horrorizo con lo que no aprenden. Pero es verdad, Valdivia, dejemos a los colegios en paz.
Pero por encima de todas las cosas. Si la cocina tradicional lo que menos necesita son salvapatrias, mucho menos requiere que nadie la dignifique, porque ya tiene toda la dignidad del mundo. Y lo digo porque me engorilo cada vez que escucho o leo que tal o cual cocinero usa técnicas de alta cocina que aplica a la cocina tradicional para dignificarla. ¿Perdón?
No hay nada de malo en hacer un fricandó esferificado o deconstruido, pero eso no dignifica la cocina tradicional, entre otras cosas, porque no es cocina tradicional, aunque tenga el mismo sabor. Eso es un puto fricandó esferificado, que puede ser gloria bendita o una porquería, porque, oiga, el resultado final es más deudor de la cocina contemporánea que de todo el conocimiento y de las técnicas de la cocina tradicional, que por supuesto tiene las suyas, y que constituyen un acervo culinario tan digno como cualquier otro. Hablamos, en definitiva, de lenguajes distintos, cada uno con su propia gramática y, claro, su propia dignidad.
La cocina, la que sea, es mucho más que el sabor, las recetas y las técnicas, que también, pero es mucho más. Es una forma de relacionarse con el entorno y con las circunstancias. Ad nauseam se ha dicho que es memoria, y es cierto. Y al final, ¿saben qué sucede? Que la dignidad no la tienen las cosas, la tienen las personas. La que tienen nuestras madres y nuestras abuelas cuando con un pollo y cuatro verduras nos echaban -y nos echan- de comer como los dioses. ¿Recuerdan ese anuncio de fabada? Sí ese del "¡abuela, esto está de muerte!". Pues estaba mal, porque no respetaba esa dignidad. Vale, me he pasado de cursi, pero ya me entienden.