Meritxell Blay, mi experta de cabecera en cuestiones relativas a la cultura clásica -en esta vida conviene tener un experto de referencia para cada cosa importante- contaba que, en griego, el adjetivo nóstimos (νόστιμος) significa, aplicado a la comida, delicioso. Txell hacía notar que proviene de nostos, o sea retorno, regreso. Ante el potencial literario de esta asociación corrí al diccionario a ver si con nostalgia podíamos proceder a la cuadratura del círculo y, efectivamente, aunque nuestra nostalgia la heredamos del latín, este lo hizo del nostos griego.
Txell decía que era como si la comida tuviera el poder de retornarnos, de hacernos regresar a los sabores caseros, a aquellos que nos son familiares y que -esto lo añado yo- nos llenan de nostalgia cuando estamos fuera o hace tiempo que no pisamos nuestro hogar. Y quien dice el hogar dice los restaurantes y los bares.
El sábado regresé a un restaurante después de más de tres meses; al mismo que había sido el último antes de que nos encerraran a todos en casa. La elección reconozco que no fue casual, pero en ningún caso fue inspirada por la nostalgia. No se echa de menos algo que, simplemente, no puedes tener. Fue, más bien, una especie de “decíamos ayer”, frase que se asegura que fue pronunciada por el Arcipreste de Hita, Fray Luís de León o Miguel de Unamuno, después de periodos de ausencia involuntaria, y que, como pasa a menudo, es probable que nunca dijeran. En cualquier caso, ni que fuera inconscientemente, imagino que traté de retomar las cosas donde las había dejado.
Los estoicos creían que el mundo se extinguía cíclicamente para volverse a crear una y otra vez. Ya me perdonaran el chiste, pero desde que tengo uso de razón esta pandemia es la vez que he visto a la humanidad más próxima a la extinción, y en todo caso hay que reconocer que el cataclismo ha sido de aúpa.
No descubro nada si digo que seguro que las cosas van a ser distintas, pero hay que tener claro que distinto no significa necesariamente peor. Lo digo porque no tengo pajorera idea de cómo van a ser los restaurantes de aquí en adelante ni si -como dicen los gurús- se van a tener que reinventar -¿qué quiere decir eso?- o si finalmente, como en la cosmología estoica, todo tiene que explotar, ya veremos si para que siga igual o para que todo sea radicalmente distinto.
Supongo que hay cosas que no volverán y habrá cosas que no sucederán nunca. Pero aún quedan muchas cosas por volver y muchas otras por pasar. Abrir las ventanas para airear y dejar marchar las primeras y abrir la puerta para que entren las segundas, me parece que es la única manera de reinventarse. Y como clientes comensales, más de lo mismo.
Y esto viene a cuento de que he leído mucha pornografía sentimental estos días sobre que ir a un restaurante ya no iba a ser lo mismo, mucha nostalgia por un mundo perdido, incluso antes de que realmente se haya perdido. Pues debo decirles que ir a un restaurante, para nosotros los clientes, sigue siendo básicamente lo mismo que era hace tres meses. Otra cosa es lo que signifique gestionarlo, a partir de ahora, para sus propietarios. Vamos que estamos en el lado fácil y despejado de la ecuación.
Barcelona, sábado por la noche y el restaurante lleno. Sí, con menos aforo, pero lleno. Y claro, camareros y cocineros todos con mascarilla. Gel hidroalcohólico en la entrada y las mesas a dos metros de distancia -¿de verdad nos vamos a quejar de eso?- y además con mamparas de metacrilato a lado y lado. La carta en un código QR. Al principio, todo choca un poco, pero una vez te metes en harina, vaya, es que ni te acuerdas.
Por supuesto, se hace raro eso de hablar y que te sirva un enmascarado, pero si a estas alturas aún no hemos asumido que los tapabocas han venido para quedarse una larga temporada pues, Houston, tenemos un problema. Ni rastro de miradas suspicaces intentando descubrir al agente infeccioso en los de esa mesa de la esquina.
Tampoco es que el mundo -volviendo a los estoicos- haya ardido en llamas y haya amanecido otro completamente nuevo, pero lo que sí es absolutamente incombustible es nuestra tendencia al melodrama, que por suerte no supera a nuestra capacidad de adaptación, lo que, sin duda, sí nos ha salvado de la extinción.
Por eso creo que, y puesto que ha salido a escena el eterno retorno, debemos a vivir con la responsabilidad que los tiempos requieren, pero sin más angustias de las estrictamente necesarias. Me acuerdo ahora de Nietzsche, el pensador favorito de Eduardo Infante -uno de mis filósofos de cabecera, porque ya saben…- que escribió esto: “Vive de tal modo que llegues a desear vivir otra vez, este es tu deber, ¡porque revivirás de todas formas!”, escribió Nietzche.
Así pues volvamos a los bares, a las terrazas -sobre todo a aquellas que respetan la separación entre mesas- y a los restaurantes y no olvidemos que comer y beber es, por encima de todo, un retorno eterno y para siempre jamás a lo nóstimos.