Nunca me senté en El Bulli. Sí frente al ordenador, temporada tras temporada, esperando a que abrieran reservas. Había ahorrado, como cada año, en un por si acaso eterno. Menú para dos, vuelos, trenes. Un viaje a Rosas cuando sea que florecieran. Los cuándo ya los resolveríamos después. Inauguraba la veintena y todo eran posibilidades.
A las 23:50h pensaba en cómo sería aquella mesa de la que solo conocía palabras, alguna imagen. Leía a Pau Arenós sobre la cocina tecnoemocional, a Vázquez Montalbán sobre el misterio, a Capel sobre artefactos gastronómicos, a Cristina Jolonch y sus interrogantes que son llave maestra.
A las 23:59h actualizaba la página, actualizaba la página, actualizaba la página. A las 00:00h el mundo desaparecía y solo existíamos yo, una pantalla y toda la acuosidad de un deseo por concederse. A las 00:01h el deseo se hacía polvo sobre el teclado (y yo lo desterraba de un soplido).
Llevo varios años intentado sentarme en DiverXO, pero igual que nunca quedó rastro de mí en el sistema de reservas de Cala Montjoi, todo apunta a que nunca lo haré en el de Dabiz Muñoz. Conociendo mi suerte, cuando haya mesa disponible no podré pagarla. Conociendo mi suerte, los cuándo se habrán compinchado con los cómo y serán piedra pesada. La cuarentena adquiere otros significados cuando se refiere a la edad. Y cuando se tiene un hijo.
Gran parte del tiempo soy testigo de lo que ocurre en esto de la gastronomía desde unos márgenes en los que crece el musgo. Hoy, por ejemplo, último miércoles de marzo -hasta donde yo sé, soy muy aristotélica al respecto- la gran mayoría de mis colegas de profesión están en ese hervidero de titulares que es Madrid Fusión. La horizontalidad de Instagram avanza en bucle ante mí y veo encuentros, declaraciones, brindis. Llueve en Bilbao y a mí me trepan los líquenes.
No tengo más certezas que la de que vivo en la contradicción. Defiendo un periodismo gastronómico que hable de lo pequeño, de quienes viven en los márgenes que yo misma piso, pero a su vez quiero clavar mi bandera en esas mesas que me recuerdan cada día que no me corresponden. Ceder al “capitalismo de la seducción” como lo llama Gilles Lipovetsky. Poder escribir: “He estado aquí. Existo”.
Nunca me senté en El Bulli. He de decir, sin embargo, que aquellos ahorros huérfanos derivaron a otros fuegos dentro y fuera de casa. De aquel fiasco anual, por ejemplo, nació mi afición al cava y al champagne con los que Víctor de los malagueños Dominios de Baco me consolaba y me enviaba de vuelta a mi salón todavía sin cortinas. También mis primeras tablas de queso de otras latitudes o el descubrimiento de cocinas menos tecno -que nunca ha sido mi género musical- y lo bastante emocionales como para satisfacer momentáneamente mis apetitos.
Sin embargo, la rueda del hambre no deja de girar y sé que nunca será suficiente. Así que hoy, mientras Madrid se fusiona, volverá esa sensación viscosa de que hay mesas a las que no pertenezco y para las que por lo tanto, no existo. Será frustrante a pesar de que ni siquiera estoy segura de que me importe, porque hoy, mientras mis colegas comparten ideas, confesiones y futuros en la capital, mi hijo comerá “garbanzos con verduras locales” en el comedor del colegio y durante la cena me contará otra vez y aunque no venga al caso, que prefiere la tortilla de patata que le preparan allí a la mía. Sonreiré. Le besaré en la sien. Me reventará una vena.
Y sabré lo que es verdaderamente ser despedida de una mesa.