El director de la unidad de investigación de la cultura y el turismo en la Universitat de València, Pau Rausell, suele referirse al enorme desajuste que existe en el ámbito de la creación cultural. "Cuando alguien hace mesas las hace porque busca venderlas, nadie las hace solo como una manera de expresión personal", suele decir. Nadie, salvo algunos casos: "en el ámbito de la producción simbólica hay mucha gente dispuesta a producir a cambio de nada. Eso provoca una tensión permanente en el mercado laboral. Democratiza los procesos de creación, pero al mismo tiempo genera una competencia que finalmente debilita en términos de precios al ecosistema cultural. Es difícil resolver esa paradoja".
No abriré el cajón de qué tipo de cultura es la gastronomía o cuáles son sus retazos socioculturales. Hay una amplia evidencia de cómo configura simbolismos. Pero tras restaurantes y barras, tabernitas y trincheras en salones para comer, ha habido -como nunca en este tiempo extraño de siglo- una paradoja en forma de gran sima. Miles de almas dispuestas a hacer mesas, en este caso platos, sin que nadie les diga que los necesita. Tan solo por realización personal y un 'por si acaso'.
La gran tensión ha estallado. ¿Es necesario hacer tantas mesas?, ¿hay tanto público dispuesto a comprarlas?, ¿el ritmo maximalista de aperturas de restaurantes era conveniente ("lo que se puede no siempre conviene", Adela Cortina), ¿naturalizábamos una velocidad de aperturas (y cierres) escasamente compatible con el tiempo necesario para que los buenos proyectos cuajen?
Hay un peligro en ciernes para los próximos meses: hacer pasar por contribución social (algo así como un alimento del espíritu colectivo) algo que es bastante menos poético: se trata de colocar el excedente de mesas fabricadas. Está lleno de pequeños empresarios a los que la proyección popular y la farándula con mandil les prometió que alguien les compraría sus mesas. 'Haced, haced mesas y sillas, seguro que alguien las compra. Aunque sean cuatro guiris confundidos'.
Ya no sirve con intuir la anchura de la masa de clientes. Nadie adivina cuánta gente cambiará sus hábitos, cuánta gente no querrá cambiar sus hábitos pero se verá abocada por necesidades económicas, cuánta gente a pesar de no sufrir menoscabo querrá guardar para mejores tiempos, cuánta gente tendrá reparos ante el contacto social normalizado. La promesa de las sillas para todos era mentira. Bastaba que se saliera una pieza del engranaje para alterar todo el sistema.
Quizá sea un buen momento para empezar a contarnos que se hacían demasiadas mesas, abocando al vacío a demasiada gente.