Hoy escribo relajada, sin prisa y en silencio, como lo haría cualquiera que acabara de volver de un retiro de cinco días. Cinco días de desconexión y conexión a partes iguales, de convivencia con conocidos y desconocidos, de naturaleza, de respirar, de ir sin prisa, de hacer yoga, mucho yoga. Era necesario parar. Pero, ¿no acabábamos de hacerlo? Bueno, supongo que lo de parar tiene matices, muchos, como los tiene la soledad, que cuando es elegida se disfruta como pocas cosas en la vida.
El caso es que he parado, he sonreído cuando nadie me miraba, he leído con el sol cegándome los ojos, he hecho siesta en una masía con más de 200 años de historia, y he guardado silencio mientras comía. ¿Lo has probado alguna vez? Digo, lo de comer en silencio, pero no estando solo o sola claro, sino con 15 personas más sentadas a la mesa contigo. ¿Lo has probado?
Lo que ocurre es lo siguiente: descubres que todos y todas tenemos mucho que decir, pero más todavía que callar. Que no es necesario ponerle palabras a todo lo que sucede para convertirlo en algo grande o especial, que basta con mirar, sonreír, ver y callar para decirle al que tienes enfrente todo lo que te pasa por la cabeza, por el estómago y por el corazón. Que cada bocado y cada movimiento de platos, vasos y cubiertos se vuelve tan sutil y sigiloso que lo único que lo interrumpe es el sonido de los pájaros y el ladrido de Tao, el rey perruno de esta preciosa masía. Me enamoré de él, por cierto.
También sucede que la comida se convierte en alimento, en medicina y en una de las formas más saludables de dar y recibir amor. Que masticas despacio y saboreas cada ingrediente y cada aliño. Que la comida, por ende, deja de ser un generador de ansiedad al que muchas veces sucumbimos cegados por el hambre del comer y del beber, y sobre todo, deja de ser algo de todos y de nadie para ser algo tuyo, íntimo, reconfortante y placentero.
Y lo mejor, que sientes el verdadero amor por la comida, lo que hay detrás de lo que tienes en la mesa. Piensas en cómo se ha cocinado, en las personas que han puesto todo su amor y su tiempo en preparar ese plato que tanto te reconforta después de una clase de yoga de 2 horas, o después de una caminata de 10 km. Y te das cuenta, mientras lo saboreas, de que hay mucho, mucho amor. Ella, Fani, la que ahora da vida a las paredes de esta masía de dos siglos de historia, nos ha arropado con su buen hacer en la cocina, y todos lo hemos sentido, en silencio.
Lo hemos sentido en el café que nos dejaba listo para tomarlo antes de que saliera el sol y empezara la clase; en los tomates del desayuno recién cogidos del huerto; en la despensa siempre rebosante de fruta, galletas e infusiones; en la tarta de chocolate con la que nos sorprendió la última noche; en la fideuà del domingo que preparó junto a Lucía, su hija pequeña y entregadísima pinche, y junto a un Tao vigilante incondicional. Se siente también en la naturalidad, el respeto y la ausencia de juicio a la hora de adaptar cada comida a quienes seguíamos una alimentación vegetariana, vegana o macrobiótica.
Y sucede que a todo esto no le hace falta ponerle palabras, simplemente se siente, se comparte y se agradece, en silencio. Fani entraba en el comedor, revisaba que todos estuviéramos sonrientes, satisfechos, y entonces ella sonreía también radiante, nada más.
Puro sabor a hogar, a amor por la cocina que hace feliz a la gente. A nosotros, doy fe, nos hizo muy felices.