Estaba teniendo un auténtico día de mierda. Uno de esos en los que crees que no puede ser tanta miseria junta, que la vida es injusta, que el mundo te debe algo y que mejor que te lo pague pronto o, de lo contrario, lo de Michael Douglas en Un día de furia va a quedar en una fiesta de parvulario.
Uno puede ser emocionalmente inestable, pero también vive convencido de que la única ley que rige el universo es la del caos, y que es tan improbable una alineación favorable de los planetas como de los chakras. Así que lo que me ayudó a soportar todo algo mejor fue concentrarme en el pan, el roquefort, el membrillo y las nueces que me esperaban en casa esa noche.
No crean que eran un muy buen pan, ni un roquefort hecho con la leche de las mejores ovejas de raza Lacaune, ni un membrillo elaborado por las monjas del monasterio de Santa María de Huerta, ni unas nueces recolectadas a mano. Nada de eso. Todo era del supermercado de la esquina.
Pero qué más da. Fue reparador y también sentí que era un privilegio. Porque claro, pensar todo el día en que te apetece comer algo y no tener más que abrir la nevera, preparártelo y zampártelo, pues es un privilegio se mire como se mire. Y si encima sirve para calmar el deseo y los demonios, además del hambre, ya ni les cuento.
De todas formas, que quede claro que el privilegio es el acceso a, no el qué. El privilegio es poder satisfacer el apetito, sobre todo el hambre, y el deseo, sin importar con qué se satisface. El privilegio es tener la seguridad de que siempre vas a poder echarte un huevo frito a la boca, no poder ponerle caviar a ese huevo frito, ni ver una latita de caviar cada vez que abres el refrigerador de tu casa. Eso es hedonismo, en el mejor de los casos; esnobismo y exhibicionismo en el peor.
Por eso a veces hay ciertas entrevistillas a determinados personajillos que me provocan vergüenza ajena. No hace falta ir a echar un vistazo a las llamadas colas del hambre, ni fijarse en la gente que rebusca en los contenedores de los supermercados después de la hora de cierre para toparse con gente que pasa hambre.
A lo mejor han llegado a este artículo gracias a un tweet. Pues en Twitter hay gente que pasa hambre canina y que lo explica sin que a los de la latita de caviar, ni a nadie realmente, nos importe una higa, por mucho que todos elogiemos las acciones humanitarias del cocinero que quiere ser gobernador. Bueno, yo no.
No sé qué clase de mundo nos está quedando cuando es más fácil, y por fácil entiendo barato, tener acceso a las redes sociales que a un plato de comida cada día. Y no me vengan con que eso es porque los que no tienen prefieren gastarse el dinero en un iPhone que en un kilo de lentejas, y que así les va, porque eso no es cierto.
Mirado desde esta perspectiva, Silicon Valley es, junto al Vaticano y la Iglesia Católica, probablemente quienes menos han hecho por el bienestar y el progreso de la humanidad. Bajo este punto de vista habría que bombardearlos.
De todos modos, tampoco hay que sentirse culpable por todo. Y mucho menos cuando te conformas con un trozo de pan mediocre, un queso apañadito, un membrillo con más azúcar del que tu sangre puede absorber sin saturarse y nueces que no pasarían la prueba del algodón de la sostenibilidad.
Lo explicaba muy bien el otro día la periodista Júlia Bacardit, cuando decía -y cito prácticamente sus palabras- que es muy cansado cuando el único baremo crítico es el privilegio y la carrera para ver quién tiene menos, lo que normalmente se asocia a ser mejor en un sentido ético o catártico. Privilegio es todo. Y es estéril reprocharnos todo siempre porque no acabaríamos nunca.
El sentimiento de culpa es como situarse en el lado equivocado de la historia, mientras que la responsabilidad es hacerlo en el bueno. La culpa deriva del concepto de pecado. Está destinada a hacernos sentir mal y miserables. La responsabilidad es ética, y va destinada a entender que nuestros actos, buenos y malos, nos pertenecen. Como leí el otro día en Instagram, tampoco hace falta que seamos seres de luz, basta con que no seamos seres de mierda.