Pérdida del apetito: una noche simétrica y la codorniz matemática

Artículo de Rosa Molinero Trias
Cualquier momento y cualquier excusa eran buenos para llevarse cualquier cosa a la boca, pero ahora se va solidificando dentro de mí una idea: que la vida da y la vida quita los apetitos a medida que la vivimos.
Por Rosa Molinero Trias
24 de enero de 2023

Hace unas semanas tuve una de esas noches simétricas que solamente me explico porque llevo toda mi vida vivida en el mismo sitio. Quedé para cenar con un futuro matemático, en concreto, para cenar codorniz. No llegaba yo con mucha hambre a la cita y encima (y por los lados) me diluvió y me desubiqué. Por suerte, algo tienen los restaurantes en invierno que siempre reconfortan. Quizás habrás visto a una liebre cruzar la sala a toda prisa o habrás olido las mollejas del vecino. O nada de todo eso. Bastará con esa calidez literal y simbólica que emana del restaurante, que incluso se nota desde la calle cuando ves un retal del adoquinado napado con una espesa luz naranja que jurarías que te quemas si lo tocas. Esa calidez se te mete por todas partes y en el breve lapso de tiempo que transcurre desde que atraviesas su umbral hasta que te sientas, el apetito ya se ha apoderado de ti.

Por si a ellos no les ocurriera, suelo preguntar a mis acompañantes si tienen hambre y celebrar ampliamente el "¡sí, mucha!" que me suelen regalar y que espero oír, creyéndome capitana general del apetito de la plaza. No sé si lo saben, pero me gusta que lleguen con hambre. "Siempre tengo hambre", me contestó Carles, y pensé que yo, hace más o menos unos tres años, también tenía hambre siempre. Cualquier momento y cualquier excusa eran buenos para llevarse cualquier cosa a la boca, pero ahora se va solidificando dentro de mí una idea: que la vida da y la vida quita los apetitos a medida que la vivimos. Cuando aún hemos vivido poca vida, tenemos un apetito libre, sin autocensura, por todo y en especial, por la comida. A medida que nos metemos por el camino y vemos que deja de ser recto, los apetitos pierden su fuerza contínua, se vuelven intermitentes, crecen sobremanera a veces y prácticamente desaparecen otras.

En aquella cena, me encontré un perdigón en la boca mientras comía liebre à la royale —cosas de las noches simétricas, más tarde me encontraría con otro perdigón, a alguien del pasado que así se apellida en un bar que frecuento y que lleva mi nombre—, y aquello me hizo pensar en mis contradicciones respecto a la caza. Supongo que se me hinchó la culpa y de ahí que terminara pensando en cuál sería mi contrapasso mientras meditaba —poco— si pedirle a Maxime un Picadilly Martini fuera de horas: ¿iba a ser la pérdida del apetito en algún momento el castigo a mi gula? Dante, que en la Divina Commedia (1321)lo concebía como un pecado menor, situado con los últimos, en la sexta cornisa, tras la avaricia y delante de la lujuria, condenaba a los golosos pecadores a una eternidad de hambre atroz cuyo sufrimiento se vería incrementado por la visión próxima de árboles cargados de fruta y agua que no podrían tomar. No sabemos si el toscano, como el personaje Falsembiante de su Il Fiore (1283–1287), también gustaba de comer anguilas, capones y pasteles (soneto CXXV) ni si el apetito gastronómico le tiraba más que el de amor. Yo apuesto a que no, porque si así fuera, habría condenado a los pecadores de gula a una tortura mucho peor: una eternidad de pérdida de apetito frente a los manjares más suculentos.

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La noche siguió formulando sus casualidades y nos llevó a jugar al futbolín con el humorista Manel Vidal —sinceramente, yo solo miraba—, a terminar junto a él y otros en una suerte de estudio de música metido en un laberinto que quién sabe dónde estaba a esa hora y quién iba a preguntárselo. Solamente me di cuenta de la nueva desubicación cuando me ubiqué de nuevo esa mañana para buscar algún lugar donde llenar ese vacío que no se ha llenado durmiendo: comiendo. Ese bar de Nou Barris tenía unos ventanales muy franceses y allí hicimos algo que visto sin ser vivido —y si no me estoy explicando lo suficientemente bien— puede parecer bastante horrible, pero aún no lo siento así: poner a todo volumen en mi teléfono Ma nuit chez Maud (Éric Rohmer, 1969) para verla unos 30 minutos. Y pedir tres bikinis consecutivos.

Habíamos estado hablando de esa peli y de My dinner with André (Louis Malle, 1981) y de sus paralelismos, y más tarde tuve conciencia que otro Vidal, el amigo del protagonista de la peli de Rohmer, se coló en la noche simétrica. Y no fue el único, porque a una manzana del bar donde perpetramos esto que cuento y firmo, se encontraba el Bar Molinero, que con todo mi pesar tiene muy mala calificación en las reseñas de Google, y que era además el nombre y el apellido de mi gata, fallecida exactamente hacía 1 mes ese día. Como tanta simetría empieza a parecer toda una gran mentira, iré terminando con la última: se habla mucho de Pascal en Ma nuit chez Maud y se dice que el filósofo no valoraba expresamente la comida ni recordaba qué había comido, e incluso, al final de su vida, llegó a condenar tanto el buen comer como las matemáticas, que habían sido el gran apetito que motivó buena parte de su obra.