He asistido a varias mesas redondas en los últimos meses, mesas redondas en las que se han sentado personas redondas con idearios redondos, o al menos, que pretenden serlo. Eran sobre gastronomía, que también es una palabra bastante redonda, con sus oes y sus aes y una ge que siempre me ha parecido una mujer embarazada.
Trataban temas importantes, al menos relevantes para quienes orbitamos alrededor de la comida y de los que comen, que somos todos en realidad: el papel de los y las chefs en situaciones de conflicto, la invisibilización de la mujer en gastronomía o el devenir mismo de la alta cocina. Todas ellas cuestiones, claro está, ambiciosas en cuanto a la obtención de respuestas, que suelen mantenerse en esa umbría que se empecinan en habitar y de la que es muy difícil arrancarlas. Solo de vez en cuando se cuela un hilo de luz y un helecho despierta.
En todos los debates, protagonizados la mayoría por cocineros y cocineras, surgían lecturas propias —testadas y repetidas hasta la saciedad—, algunas citas filosóficas de punto y final y unas cuantas respuestas disfrazadas de preguntas que recaían en el resto y que trataban de esquivar el silencio que antecede a la siempre impúdica muestra de la propia ignorancia.
De entre todo el muestrario de contestaciones posibles, si hay una que me desagrada, por pueril, es la del pues-yo-no. ¿Que uno de los sectores con mayores cifras de acoso sexual es el de la hostelería? Pues a mí nunca me ha pasado. ¿Que la brecha salarial sigue siendo una realidad? Pues-yo pago lo mismo. ¿Que la conciliación en restauración es imposible? Pues-yo cierro los domingos. ¿Qué no se combate el desperdicio alimentario desde la restauración? Pues-yo tengo un huertito -y yo una maceta con cebollino, alma de cántaro-.
Ese negar la evidencia me lleva directamente a una de esas habitaciones del Dogvillede Von Trier en las que basta con no apartar la mirada de la línea del suelo para no ver nada de lo que ocurre más allá de la rayita blanca, de la pared blanca, de la cocina blanca y entre bambalinas. Negar la evidencia y excusarse como quien va al servicio hace flaco favor a quien sí sufre acoso sexual en su puesto de trabajo, a quien sí cobra menos por cuestión de género, raza u orientación sexual o a quien sigue sin poder tener descendencia en primera, segunda, tercera línea de hostelería —porque cuándo, porque cómo—.
En Málaga, donde he vivido durante quince años, es habitual el uso de la expresión 'irse por peteneras' cuando alguien, a la hora de dar una respuesta convincente ante un asunto de mayor o menor transcendencia, se va por las ramas y cambia de tema. Es una de las estrategias de distracción que más admiro en quien consigue dominarla, puesto que, al contrario del pues-yo-no, requiere de destreza, arte y hasta algo de gracia, aunque en realidad la petenera sea un palo flamenco más bien melancólico. Pocos la consiguen llevar a término con éxito, lo que es igual a dejar a la audiencia satisfecha con una respuesta que en realidad no ha sido tal, pero sí mínimamente resultona como para arrancar un aplauso a manos llenas. Y todos felices como unas castañuelas.
Celebro la conversación. Celebro a quienes se unen a ella. Sin embargo, celebro todavía más a quien reconoce, parafraseando a Juan Luis Panero, su propia derrota en todas las derrotas. A quien pisa la dichosa rayita y escarba para dar con el pequeño helecho en la sombra y se despelleja las rodillas hasta que escuecen. Porque hacerse cargo escuece. También rendir cuentas. Más aún encima de una palestra a la que nadie ha obligado a nadie a subirse.
En ella, la Niña de los Peines también se iba por peteneras: «Quisiera yo renegar / de este mundo por entero, / volver de nuevo habitar, / ¡mare de mi corazón! / por ver si en un mundo nuevo / encontraba más verdad», cantaba la sevillana. Pero estas eran peteneras de las buenas. De las redondas.