Enamorarse no tiene
mayor mérito.
Lo realmente difícil
-no conozco
ningún caso-,
es salir entero
de una historia de amor.
Karmelo C. Iribarren
Era una noche de sábado de mediados de invierno en Barcelona. Lluviosa a rabiar. Hay lugares que con la lluvia mejoran. Otros que son solo soportables si llueve y los puedes contemplar tras los ventanales de no importa qué sitio. Y luego están los que con la lluvia te cala una sensación de incomodidad, gruesa como un mal puré de patatas, y solo deseas, infernalmente, que escampe y que todo vuelva a ser normal.
Es lo que me suele pasar con las ciudades mediterráneas en general y con Barcelona en particular, donde cuando llevamos más de dos días sin ver el sol, empezamos a enloquecer. Aquí los manicomios los tenemos, exclusivamente, para los que sucumben antes de que las nubes escampen y el sol vuelva a lucir. Seny i rauxa.
Pero esa noche era distinta. Teníamos nuestra segunda cita. Íbamos a cenar a un restaurante que, obviamente, había elegido yo. Era y soy demasiado mayor para comer mal, sobre todo si me va a costar dinero. De todas formas, prometo que lo elegí pensando en que le gustara y no en impresionarla. Aunque yo tendría que haber nacido en el XIX -y probablemente me hubiera suicidado joven después de escribir un poema arrebatado y horrible-, estamos en el siglo XXI.
Fue un restaurante justo por encima de la Diagonal, cousy pero no cuqui. Con la iluminación precisa y justa. Un servicio atento, pero que no tocaría las narices. Era una cita. La segunda, como les he dicho, y algo se intuía. Tuvieron que pasar tres más antes de que sucediera algo. Y es que en Barcelona, los manicomios tienen un ala especial para las parejas que está claro que van a terminar siéndolo, pero que juegan al gato y al ratón durante más de cinco citas. A la sexta, al trullo. Además, en salas separadas para ellos y ellas, pues total... Cap fred i cor calent.
Supongo que ahora esperan, a acaso, una descripción de lo bien que cenamos y de lo atento que fue el servicio, y que les cante las excelencias de la bodega y de lo simpático que estuvo el chef cuando salió a saludar. De la experiencia. Pues nastideplasti, porque no me acuerdo de nada. Y es que a veces lo más importante no sucede en el plato.
Esa noche no mastiqué más que palabras, no olí nada que no fuera su perfume y no miré nada que no fueran sus ojos, mientras la lluvia repiqueteaba en los cristales. Y todo a media luz, a media luz los dos…
Yo también, mea culpa, he hablado de que en tal o cual restaurante he vivido una experiencia brutal y cosas por el estilo, centrada en lo que salía de la cocina. Gugleen mi nombre y lo encontrarán. Yo también he sido un necio. Fue más o menos en la misma época en la que -efectivamente, Jordi- me llenaba la boca con el nombre de Ferran Adrià, mucho antes de que se convirtiera en lo que es ahora, sea lo que sea. Estamos cerca de que alguien diga que él fue el descubridor del fuego.
Pero esa noche, ¡ay, amigos!, la experiencia de esa noche fue… Simplemente perfecta. ¿Puede ser el amor objeto gastronómico? Esa noche fue mucho más reveladora que la mayor de las revelaciones que, literalmente, muchos cuentan haber tenido en esta o aquella casa de comidas.
Ese restaurante ya no existe y tampoco existe un nosotros; y todo ha quedado reducido a uno de esos recuerdos que cuando asoman te hacen sonreir pero, inmediatamente, miras a tu alrededor y te das cuenta de que estás donde quieres estar. O no, y quizás la echas de menos del mismo modo que en Barcelona deseamos que termine de llover, infernalmente.
Pero si ella se fue con un marinero de la Séptima Flota de Estados Unidos y cuando te llama, tu orgullo te impide responder al teléfono, es tu problema. Todos salimos enteros de nuestras historias de amor como mejor podemos.
Mi historia de amor con la gastronomía, o con determinada gastronomía, también sé que tiene los días contados. No sé cuándo será, pero sé que será. Quizás cuando termine ese libro que Carmen me reclamaba el otro día o quizás antes. Especialmente si siguen pasando cosas como las que han pasado estos días, que hacen que mire a mi alrededor y me dé cuenta de que no estoy donde quiero estar. Yo no.
Vamos a pasar rápidamente por las nuevas manifestaciones de profesionales del sector para, una vez más, reclamar que qué hay de lo suyo. Entiendo que la situación es muy dura y que ante una perspectiva de una temporada larga en la que los clientes van a ser escasos haya más de uno y más de dos preocupados. Pero si no va haber clientes -o no como antes- es porque a nadie le va a sobrar la pasta. Al contrario, va a haber mucha gente que no va a tener cómo pagar el alquiler, la luz y la comida de cada día. Creo que no hace falta añadir mucho más, excepto que lo de los toreros ha sido mucho peor.
Por otro lado, el otro día un medio gastro sacó una lista de los que podían ser considerados los mejor 35 periodistas gastronómicos. Este tipo de listas se caracterizan, indefectiblemente, por ser opinables e injustas. Todos quitaríamos y pondríamos piezas y todos creemos que es una injusticia que no haya según quién. Por ejemplo en esta yo echo de menos a Carmen Alcaraz del Blanco, Jorge Guitián, Ignacio Medina, Ana Vega, Rosa Molinero o Ana Islas por poner solo unos ejemplos.
Tampoco le vamos a dar mayor importancia a que la lista parece la plantilla de un equipo de fútbol de esos que en su día estuvieron plagados de buenos jugadores, de estrellas incluso -auténticos cracks-, pero que necesita una renovación con urgencia. Me parece una lista endogámica, en la que están los de siempre y que hablan de lo de siempre, con alguna ligerísima y merecida concesión a algún joven valor de la cantera.
Pero lo que no es de recibo es que en esa lista aparezca un sujeto del que los otros 34 integrantes, y mucha otra gente del sector, conocen de sobras las fechorías que ha cometido. Es descorazonador que ninguno de esos otros 34 haya dicho que con ese individuo ni a la esquina, y estén encantados de compartirla con él.
Comprendan que no quiera problemas, ni quiera que los tenga mi editor -¡hola Ximo!- y que me guarde el nombre del pecador y no dé detalles sobre los pecados. Sobre todo por respeto a sus víctimas. Pero creo que un sector que no sólo tapa, sino que da honores y respetabilidad a alguien como este individuo, digamos que, tiene campo de mejora.
No sé, quizás a ustedes les parecerá poca cosa, pero para mi gusto llueve demasiado últimamente en el sector gastronómico y no parece que quiera escampar. Y ahí estoy yo, con el puré de patatas de sobre -como un engrudo- haciéndome bola en el estómago. Creo que mejor lo dejo y me voy a un manicomio, porque de esta historia de amor no sé si voy a salir muy entero.