Decíamos ayer, que a veces nos quejamos por vicio y que parece que nos dejamos engañar aposta para poder, después, hacer tremenda pataleta en cualquier foro en línea, en el que seguro que encontraremos a otros sujetos como nosotros dispuestos a aplaudirnos con las orejas. Pero eso no quita que, también a veces, haya hosteleros restauradores a los que les gusta jugar con fuego y con nuestros sentimientos.
Al pelo o al hilo de esto, me decía la experta en Nutrición Pilar Esquer que a ella le "pone los pelos de punta" la alegría con la que, por ejemplo, pedimos ceviches y tartars en cualquier sitio. Tiene razón. Y aunque Pilar probablemente lo decía más porque son platos con las que hay que ir con cuidado desde el punto de vista de la seguridad alimentaria, yo iré por otro lado.
La popularización de determinadas recetas en los últimos tiempos ha provocado la uniformidad de las cartas de los restaurantes de rango medio -esos a los que la mayoría de la gente va habitualmente, no lo olvidemos-, y no hay ni una sin su cebiche -o ceviche-, sin su tartar y sin su tataki.
De hecho, creo a mi manera habitual, absolutamente intuitiva y acientífica, que el hecho de que un restaurante ofrezca o no alguno o todos estos platos termina por influir en la percepción que mucha gente tiene o se hace del local antes de cruzar la puerta: si los tiene, bien. Si no los tiene, mejor vamos a otro sitio. Es normalmente un proceso que funciona de arriba a abajo.
O sea, los cocineros top un día nos dicen -por poner un ejemplo- que se sienten fascinados por la gastronomía peruana y empiezan a hacer cebiches a troche y moche, la cosa se pone de moda, las redes se llenas de fotos, y todo se inunda de cebiches y causas, y el restaurante que antes hacía unas lentejas estofadas de puta madre en su menú de 10,50 euros, ahora te da un cebiche horripilante.
Es lo que podríamos llamar un proceso de gourmetización -con el que, el otro día, alguien en Twitter hacía una analogía con el de gentrificación- por el que algo, por simple que sea, cuando es adoptado por un determinado grupo social -normalmente pudiente y elitista- se convierte en algo prémium, y automáticamente adquiere un aura de jenesequoi, y de que ahí es donde hay que estar y eso es lo que hay que comer -y cocinar u ofrecer en tu restaurante- si uno sabe de qué va la cosa.
Es lo que pasó con la tarta de queso -¿recuerdan?- y ahora sucede con el flan; dos recetas de toda la vida, sin mucha dificultad y sin mucho glam que de la noche a la mañana se gourmetizan y proliferan como las setas en todo tipo de restaurantes. Y a mí me da la risa, marialuisa. De verdad.
La gourmetización también se manifiesta de otra manera mucho más odiosa porque a nadie le gusta que le tomen por tonto y traten de tomarle el pelo. O que lo intenten, pero poco, lo justo. Recuerdo que hace ya un tiempo, en el restaurante al que suelo ir a comer a mediodía, en los segundos platos del menú de -por aquel entonces- 11 euros, se podía leer que había pulpitos de la costa. Así, con dos cojones.
Claro, yo -como ustedes- suelo ir a comprar y sé que los dichosos pulpitos son escasos y -por consiguiente- caros que te cagas. No soy la persona más aventurera del mundo, pero decidí jugar fuerte y los pedí. Se podían comer, sobre todo porque sabía perfectamente que la costa de la que procedían los cefalópodos probablemente era algún lugar a centenares de millas náuticas de la de Senegal o de la de la Patagonia.
Por supuesto, esperar otra cosa hubiera sido una paja mental importante, pero también queda claro que queda mucho mejor en una carta poner pulpitos de la costa que no pulpitos correctamente descongelados y cocinados. La gourmetización, decíamos. Con lo fácil y buenas que son unas lentejas.
Pero bueno, ¿se imaginan que un restaurante con sus tres estrellas Michelin a la espalda sirviera guisantes lágrima de puta madre, pero fuera de temporada, o sea congelados? Pues eso, también pasa. Cómo está el mundo. Patas arriba.