Lo recordaba a finales de febrero Lucas Oakeley para Mob, que usaba la expresión para argumentar que “ya no necesitamos recetas”, tal y como anunciaba desde el titular de su artículo. Esta contundencia iba acompañada de la siguiente explicación: “La razón por la que tu abuela es mejor cocinera que tú es porque viene de una generación de cocineros que no estaban enganchados a unas instrucciones capturadas en sus iPhones ni tampoco estaban rebobinando los vídeos de YouTube para ver cómo Gordon Ramsay pica una cebolla”.
Y proseguía: “Lo que hacían era ir probando la comida mientras la preparaban, la tocaban, la sentían y usaban todos sus sentidos para determinar si algo necesitaba más de esto o de aquello. No puedo sino sentir que los cocineros de hoy en día (yo incluido) se han confiado demasiado en recetas prescriptivas en lugar de en la intuición genuina. ¿Cuándo fue la última vez que palpaste una pieza de salmón para saber si estaba hecha en lugar de mirar tu cronómetro?”
Creo que las palabras de Oakeley tienen parte de razón, pero también fallan aquí y allá. Para empezar, ¿cómo vamos a saber la forma de preparar una tortilla de patatas sin conocer su fórmula? Partiendo de que una receta no es una lista de enunciados performativos –¡ojalá!–, sino prescriptivos, sin unos conocimientos previos de los ingredientes y de las técnicas que la componen (confitar o freír, cuajar, etc.) y de los útiles necesarios para prepararla, no podemos deconstruirla, no podemos saber su paso a paso. Una receta no es una ecuación.
Podría ser que Oakeley no estuviera siendo tan literal, pero en ningún momento aclara que solamente habla para el lector iniciado en cocina. Y tal afirmación –la de que a tomar viento las recetas–, dicha sin acotaciones, siempre va a toparse con alguien que le pase el cepillo a contrapelo, en este caso, a mí.
Por otra parte, lo de las abuelas me pone mala. Tal vez es porque miro a las abuelas españolas y él se refiere a las abuelas británicas, y yo no tengo la suerte de conocerlas. Sinceramente, no creo que las cosas difieran tanto. Me imagino que muchas abuelas británicas y españolas cocinaban así de bien porque no tenían alternativa, pero sí mucha práctica. Tal vez no tenían un recetario en casa y habían aprendido lo que sabían de verlo ejecutar a otras mujeres de su familia, o de oídas, cuando ya sabían manejarse más. Sea como sea, la obligación de cocinar todos los días, un par o tres de veces, durante años y con contadas excepciones (o ninguna), las hacía maestras del fogón.
Otro punto que me hace volver los ojos del revés para no seguir leyendo viene por una cita, en ese mismo artículo de Mob, de Priya Krishna –a la cual admiro por muchas cosas–, que se refiere al libro que ha escrito junto a David Chang, Cooking at Home: Or, How I Learned to Stop Worrying About Recipes (And Love My Microwave): A Cookbook (Clarkson Potter, 2021). En concreto, se hace referencia concepto de sandbagging que defiende en él: “En la cocina casera, sandbagging significa que coges lo que tienes, aunque no sean productos de la máxima calidad, y encuentras formas creativas y resolutivas de convertirlo en algo delicioso”.
No quiero creer que a estas alturas de la vida en la Tierra, con un ordenador en el bolsillo y una guerra mediante, haya que dar explicaciones como las anteriores sobre cómo manejar los alimentos para cocinar, y me avergüenzo de todos nosotros, de la relación tan mediada por el capitalismo que tenemos con la comida y tan alejada de lo instintivo y nutritivo, si a alguien le acaban de iluminar el camino. Me niego a aceptar que eso a lo que Krishna llama sandbagging quedó en el pasado, en nuestras abuelas, y que tenemos que ponerle un nombre resultón para popularizarlo.
Porque si ellas sabían hacer maravillas con pocos ingredientes y, además, sabían estirar su rendimiento hasta límites insospechados, utilizando todas sus partes y reciclándolos en la medida de lo posible, no era como un ejercicio creativo –aunque, indefectiblemente, lo era–, sino por necesidad y por la lógica de que no se debe tirar lo que todavía sirve. A ver si por tanto romantizar nos va a pasar como a Micifuz y Robustiana, dos pobres gatos callejeros –con la de pulgas, violencia y mala vida que conlleva tener la calle por tu residencia fija– que estaban hablando de amor entre cubos de basura y espinas de boquerón.
Esos conocimientos y esa intuición por lo que a la comida atañe se consigue practicando mucho en la cocina y, también, prestando atención a lo comido e imponiendo el criterio propio, como contaba Inma Garrido que hace su madre, Juana, cuando le decía que su choco en amarillo lleva pimiento verde –“A mí el pimiento verde en los guisaos no me gusta, no le voy a poner”, sentenciaba. Todo esto no viene por ciencia infusa. Así que sí: seguimos necesitando recetas, escritas o audiovisuales, porque por algún lugar hay que empezar.
Sin embargo, y como decíamos, saber cocinar no es saber llevar a cabo una receta, sino que son muchas otras cosas más. Como afirma Maria Nicolau, cogiendo la sartén por el mango en la clarividente introducción de su Cuina! O barbàrie (Ara, 2022), –que debería analizarse en las escuelas, y no solamente en las de hostelería–: “Las recetas, por sí solas, no me interesan. La ‘cocina’ como sustantivo no me interesa. Me interesa el acto de cocinar, poderoso y transformador –¡los garabatos en los márgenes de la receta!”.
Su libro, que también parte del formato recetario, pretende contener mucho más que recetas. Nicolau quiere enseñar a cocinar y por ello entre las páginas que ha escrito añade algo de física y química para entender cómo se modifican los alimentos según la cocción u otros procesos, un poco de técnica culinaria, cómo disponer de una buena despensa, un pellizco de historia o antropología y, la sal de la vida, sus anécdotas personales que, la cocinera de El Ferrer de Tall, espera que se emulsionen con nuestras experiencias de cocina. “Del mismo modo que sin las historias y las vidas no tendríamos literatura, sino manuales de gramática y diccionarios; sin las historias y las vidas culinarias, sin vuestra acción viva de cocinar, expresada de manera diferente, particular y genuina en cada casa, no tendríamos cocina, tan solo química y recetarios”. Queda dicho: ¡cocina o barbarie!