Escucho apelaciones al consumo de barrio, a tomar las cañas y zampar en los negocios más próximos. ¡Que le he dicho que consuma de lo del barrio!, nos insisten. Llamadas de las administraciones a favor del consumo local. La cosa se complica cuando el paisaje general de esas reclamaciones -justas, necesarias, razonables- tiene el tono mustio de quien llora por aquel periódico, aquella revista, aquella cantina de la esquina, que cerró y a la que el plañidero no iba; puede que se dejara caer un par de veces. Todos estos sitios que cerraron por exceso de fans y carencia de compradores.
Ya digo, respaldar a quienes tenemos cerca parece una buena idea, un gesto saludable, una buena manera de abrazarnos aunque mantengamos las distancias. Pero me resulta una postura un tanto homeopática. No nos vamos a curar sólo con hierbajos. No vamos a salir solo con propaganda. Ni que fuéramos a salvar los restaurantes de barrio a base de besos. La cuestión de estas invocaciones tiene que ver con si ésta es la salida más apropiada.
¿El barrio?, ¿pero qué barrio?, ¿quién del barrio? La mejor manera de resignificar las casas de comida cercanas es quizá cuestionarlas. De lo contrario, esto: buscar la solución en el repliegue, en encerrarnos en el búnker de los más próximos.
Cuando las administraciones, casi todas, empapelan los periódicos de llamadas a la acción local, cabría preguntarse por qué entonces casi todas las ciudades han convertido sus ejes más paradigmáticos en carruseles franquiciados sin un ápice de cultura próxima ni propia. Preferimos medidas y no mensajitos cuquis.
Replegarnos cuando nos va mal es humano, una reacción biológica para la defensa del organismo. Pero quizá la mejor forma de salir de este buen lío es precisamente escapar de nuestros lindes. Mirar más allá del ombligo del campanario de la plaza mayor.
Dicho todo eso, ¡consumamos de lo del barrio!