Todos tenemos ganas de que la hostelería recupere la normalidad, claro que sí. En primer lugar porque normalidad a raudales es lo que todos ansiamos, después de un año de pandemia -y lo que te rondaré morena- que parece un siglo. Y también porque somos muchos, algunos, bastantes, los que conocemos a alguien que tiene un restaurante, un bar, una cafetería que está pasando las de Caín.
Pero supongo que a estas alturas también somos muchos, algunos, bastantes los que conocemos a alguien a quien la covid se ha llevado por delante. Después de más de 3 millones de infectados y 65.000 muertos esa es, por desgracia, la normalidad.
Soy el primero que cree que la situación que soporta la hostelería -pero no solo ella- es dura e injusta, del mismo modo que creo que las restricciones y los cierres, cuando han existido, han sido y son necesarios. También pienso que las cosas no se han hecho bien y que el precio que está pagando el sector es, a todas luces, excesivo. Volveré sobre esto más adelante.
Allí donde se han aplicado medidas con mayor dureza, la situación epidemiológica ha mejorado antes y mejor. Ojo, porque que la situación epidemiológica mejore quiere decir, básicamente, que muere menos gente. Y no lo digo yo, ni es mi opinión, lo dicen los datos si uno quiere mirarlos de frente. Pero claro, que la realidad no nos arruine una buena historia, sobre todo si es una de amor, mariposas y un poco de épica.
Porque en la defensa de los restaurantes ha habido mucho #SalvemosLosRestaurantes, mucho romanticismo, mucha épica, mucho «¡Santiago, y cierra España!», y mucho apelar a cuánto los queremos, y muy poco o casi nada de pensar en que, todos, son negocios.
El filósofo Miquel Seguró escribía el otro día que «lo que se conoce como amor romántico es un proceso de autogestación y autoconsumo del sujeto para el sujeto. De uno mismo para uno mismo. Un torbellino de vitalidad para quien lo vive, donde lo que importa es eso: lo que le pasa a uno. Ensimismamiento».
Romantizar cualquier cosa, el amor o la hostelería, es básicamente un proceso que no tiene en cuenta qué es lo mejor para el objeto de deseo, sino nuestras propias necesidades y aspiraciones. Ya no digamos las del conjunto de la sociedad.
Es esa concepción de que la hostelería está en este mundo para servirnos, para divertirnos o para saciar nuestra necesidad de experiencias hedonistas, las malditas -con perdón- mariposas en el estómago de las que hablaba Gemma Bargues el otro día. Los restaurantes son muchas cosas, quizás también estas, pero -insisto- sobre todo son un negocio del que viven muchas familias. Y como tales, en esta situación tan complicada más, hay que empezar a tratarlos.
Mi compañera Alexandra Sumasi escribía aquí mismo que había estado de viaje por trabajo y que el hotel en el que se alojaba no tenía el restaurante abierto, y que vaya lata no poderse tomar ni que fuera un consomé caliente, después de haber estado trabajando todo el día al aire libre. Que cuando está fuera de casa, el hotel en que se queda es su casa y que eso, pues, que vaya lata.
Ya, pero es que hay una pandemia y muere gente.
A estas alturas, y por mucho que algunos se empeñen en lo contrario, sabemos que el virus se transmite por aerosoles y que los lugares cerrados en los que se reúne gente sin mascarilla son especialmente propicios a la transmisión del virus. También sabemos que en los restaurantes hay pocos brotes, pero que cuando hay uno este produce un gran número de casos y que su trazabilidad es complicada. Por eso se han cerrado en ocasiones y en otras se ha restringido su actividad.
En un dramático giro de los acontecimientos, Alexandra esgrimía que los restaurantes son servicios públicos. No estoy de acuerdo. Una cosa es un servicio al público y otra cosa es un servicio público.
Los servicios públicos son aquellos esenciales, que se consideran imprescindibles para el funcionamiento de una sociedad, que normalmente presta el estado, y que se financian con los impuestos.
Los servicios públicos son, a menudo, la materialización o la expresión de derechos fundamentales como el derecho a la educación, a la sanidad o a la salud -por eso se ha cerrado la restauración-, y en un mundo ideal son universales y gratuitos. Los servicios públicos son algo que los gobiernos tienen el deber y la obligación de mantener y preservar siempre y bajo cualquier circunstancia. Y los derechos fundamentales ya ni les cuento.
Si quieren hablamos de colectivizar la restauración o de abrirla a saco y dejar que el virus haga el resto, pero vaya, me parece que nadie piensa en eso. Una cosa es que estemos ensimismados y la otra que seamos unos psicópatas.
Tomarse un consomé caliente después de una jornada de trabajo a la intemperie o una caña con los colegas después de currar mola mucho, pero no son derechos y mucho menos fundamentales. Lo que sí es un derecho fundamental es el derecho al trabajo y es obvio que los hosteleros han visto el suyo reducido.
Por eso, sinceramente, si de verdad nos importan tanto los restaurantes y la vida, pues dejémonos de análisis de epidemiólogo de bar -nunca mejor dicho-, o de juez gordinflón que echa de menos irse de pintxos o de cocinero que manipula los datos para demostrar lo indemostrable.
Queda claro que aquí no podemos llegar ni en sueños a las cifras de ayudas directas de otros países, pero las que han recibido hasta ahora los restauradores son un insulto. Y si se les obliga a cerrar o a restringir su actividad no se les puede hacer, encima, pagar toda la factura. Eso es lo que hay que reclamar y dejarse de romanticismos de una vez por todas.
Porque lo que no quiero pensar es que detrás de esta inacción haya un intento de hacer limpieza, y reducir el peso específico que la hostelería tiene en el PIB -que sin duda es excesivo-, para dedicar los millones que vendrán de Europa a inversiones en otros sectores que se considera que deberían tener más importancia en la economía española. ¿Me flipo, verdad?