Querida Bar*,
ahora que me han dicho que la muerte peluda tiene nuestra dirección —me lo han comunicado sus emisarios, que siempre intentan mantenerla lejos pero, si no hay más remedio, te la anuncian de sopetón—,
ahora que sé que lo más seguro es que enfermes sin remedio, más pronto que tarde, y que te vayas de mi falda mucho antes de lo que te tocaba, desapareciendo tus carreras, brincos y bigotes, maullidos y ronroneos para siempre de nuestra casa, y con ellos una gran parte de mi felicidad,
ahora que no puedo más que ir digiriendo esta noticia como la más pesada e indigesta de cuantas comidas haya hecho en mi vida —también corta como la tuya, pero no tanto—,
ahora que estás tan sana y llena de energía y de ganas de comer y olerlo absolutamente todo y que rebosas vida en cada movimiento de tu mirada y tus patas y tus orejas, tantísima, que parece casi imposible pensar (y aceptar) que de hecho, sí, una enfermedad se multiplica, imparable e irreversible, dentro de tu pequeño cuerpo animal,
ahora que te empiezo a ver en los pájaros que serás un día, y en las plantas y en el polvo arenoso que hoy cubre la terraza donde observas a unos y a otros,
ahora que me imagino recogiendo tus cosas para siempre, y ahora que ya empiezo a pensar qué haré con ellas y contigo y conmigo,
ahora, pienso, también, en todas las cosas que pueden irse —como se irá tu cola agitada aporreando mi teclado— y, en concreto, en aquellas que están anunciando ya su muerte e intentamos desoír, como si fuera una canción con cuya letra aún no nos identificamos.
Pienso, inevitablemente, en todo lo que nos alimenta y que en algún momento ya no estará. En las uvas que cuelgan ahora poderosas en estas latitudes y nos brindan vinos excelentes, en las sardinas que se confunden con las estrellas en el mar y que son estrellas en el plato, y que por el cambio climático o por la sobrepesca o por los plásticos y nitratos y otros contaminantes —en definitiva, por una pifia monumental y catastrófica—, en el futuro desaparecerán.
No sé dónde ubicar este futuro, Bar, que tú ya no verás y a mí me gustaría no ver. Pero pienso, también, en lo mucho que me gusta, a mí y a tantos, comer en restaurantes donde muchos nos lo pasamos bien pero, en algunos de esos, se paga muy mal a quienes lo hacen posible. En cómo disfruto de esta porción de mi trabajo, la de escribir del comer, que se sostiene en una precariedad tal que es imposible sacar beneficios reales de ningún artículo, ya que las horas, el esfuerzo y la experiencia siempre superan el monto final.
Pienso en el agua que algún día no tendremos, Bar, porque la noticia funesta que nos han dado para ti solo atrae a otros pensamientos funestos. Y recuerdo esas pesadillas tantálicas y recurrentes en las que por más que bebo, mi sed no sacio, y noto un vacío seco en la boca y en la garganta. Me desespera pensar que algún día no existiría el agua con la que llenar tu bebedero pero, por suerte y por desgracia, esto ya no tendrás que vivirlo.
Y me pregunto si algún día, cuando ya no me esperes estirada tras la puerta al llegar y me mires con tus ojos verdes como dos aceitunas jienenses, podré superar tu pérdida y quedará solamente la satisfacción de haber vivido junto a ti. Ese día, quiero pensar, que habremos estado haciendo las cosas mucho mejor de lo que las venimos haciendo, y que podré celebrarlo comiendo lo que más te gustaba, un poco de corvina y un poco de brécol, y tal vez un poco de vino para levantar la copa y sentir que ya no habitarás en mi dolor sino en las mejores hectáreas de mi memoria, porque aún quedará de todo esto que nos gusta, que habremos cuidado y que todavía podremos salvar.
*Bar es el nombre de la gata de la autora, en honor a los bares y a las barras, entre otros.