La primera vez que vi una película con Marilyn Monroe me perturbó su voluptuosidad. Con escasos 120 centímetros de altura, me pareció que estaba viendo algo que no debía ver. La actriz cantaba en un escenario con un vestido de tul blanco, bordado con una pedrería que apenas ocultaba sus colosales pechos. El foco se recortaba justo sobre el escote y lo dejaba a la sombra. Creí ver sus pezones mientras cantaba I wanna be loved by you. En blanco y negro aprendí que aquello que yo aún no tenía sería capital para que me quisieran.
Tardaron en aparecer, pero fueron géiser. Fue tan repentina mi talla 95 que corrieron rumores en los pasillos de que mi sujetador estaba relleno de calcetines cuando lo único que había ahí eran hormonas dándose la bienvenida. Hubo vergüenza, aunque he de reconocer que también algo de satisfacción. Se habían hecho de rogar, pero ahí estaban, permitiéndome habitar mi género y dando permiso al mundo para amarme.
Kim Kardashian también busca que la quieran, pero la realidad, como al resto, no siempre nos lo pone fácil cuando aspiramos a eso, a racanear algo de afecto de aquí y de allí. Se sometió a tres semanas de ejercicio, dieta y a un traje especial que replicaba las condiciones de una sauna para perder 7 kilos en tres semanas y poder enfundarse el vestido que Marilyn Monroe llevó durante la fiesta de cumpleaños de John F. Kennedy en 1962. No era la primera vez que la californiana hacía algo parecido, claro. En 2019 dio clases de apnea para poder contener la respiración y entrar en la estrecha cintura que Thierry Mugler diseñó para ella (si es para ella, por qué la haces tan estrecha, alma de cántaro) basada, esta vez, en una prenda de Sophia Loren.
No es la única que coloniza su cuerpo como si fuera un país al que no pertenece, que es extraña en su propia carne. Lo aprendió probablemente del cine, de las portadas. Quizá antes, a la entrada del colegio o en la pantalla de un novio adolescente que creció, como todos, en un sistema que nos construía a través de la mirada de los otros y que nos constreñía, ellos incluidos, entre sus lógicas.
También de otras mujeres que replicaron a otras mujeres a las que alguien dijo que sí, así sí. Y se lo creyeron.
«La posibilidad de un cuerpo mejorable, adelgazable, futurible, acosa desde dentro», escribe Gabriela Wiener acerca de la validez de los cuerpos. Y Kim quiere ser Marilyn vistiendo una prenda que no deja de parecerme una alegoría trágica. La actriz entonó el Happy Birthday Mr. President enfundada en ese dichoso vestido el 19 de mayo de 1962. El 5 de agosto la encontraban muerta en su habitación, y a mí solo se me repite en la cabeza lo que canta en aquella misma película que vi ruborizada, ella ya de luto pero con las mismas transparencias: «I’m through with love, I’ll never fall again…». Tenía toda la belleza del mundo y seguía sin sentir que la querían. Y ahí latía, bajo su pecho —uno solo, profundo— una tristeza que sí era capaz de hacer estallar los corchetes de cualquier pieza de museo.