Cuando pensábamos que, después de los foodies, ya era imposible que la cosa fuera más cuesta abajo en lo que al elogio de restaurantes y cocineros se refiere, detecto —no sin asombro— que estaba equivocado y que empieza a surgir, con inusitado empeño y encomiable idiotez, una nueva especie en la ya densamente habitada población de comentaristas gastronómicos no profesionales y a la que llamaremos gastrogroupie.
El foodie es básicamente un indocumentado, pero que actúa de buena fe, que va siempre en busca de la última novedad, la última apertura y al que mientras en la carta haya muchos tatakis y en el plato mucho aguacate para que quede bien en el post de Instagram, pues ya está feliz y contento. Por lo general, no busca super restaurantes porque, como la mayoría, no se los puede permitir, y él lo que quiere es poder escribir cosas como brutal, experiencia y otras por el estilo, si puede veinte veces en cinco líneas. El foodie es feliz en su ignorancia, pero tampoco aspira a demostrar que sabe y entiende. Lo suyo es aspiracional y experiencial, si es que esta palabra existe.
Reconozco, porque ahí está la hemeroteca, que los foodies siempre me han roto las pelotas, pero debo admitir que últimamente y ante la aparición de esta nueva especie invasora en el ecosistema gastronómico, me parecen mucho más tolerables que los gastrogroupies.
El gastrogroupie —vamos al lío que es lo que ustedes y yo queremos— es, por norma general, un hombre de mediana edad para adelante, con dinero y que por tanto sí frecuenta con mucha asiduidad restaurantes de los caros. En sus comentarios deja entrever una supuesta cercanía con el chef, incluso amistad, fruto de las muchas visitas que ha rendido a su restaurante o de haber seguido atentamente su trayectoria con auténtica devoción de psicópata. Si es verdad o no, no lo sabemos, pues los cocineros —que en el fondo son tipos prudentes— nunca aparecen para desmentirlo o corroborarlo. Yo, de hecho, les recomendaría que solicitaran una orden de alejamiento.
No es un detalle menor que sean hombres. Las mujeres son demasiado inteligentes como para rendirse de esta manera a algo, en el fondo, de tan poca importancia como un cocinero. Y que quede claro que a mi me encantan los cocineros, pero vaya, que no van a salvar el mundo precisamente, entre otras cosas porque tampoco es la razón de su existencia. Ellas les tirarían las bragas o el sujetador a un músico guapo y aún con más motivo a uno realmente carismático, pero a un cocinero jamás.
Pero sin duda lo que caracteriza al gastrogroupie es su capacidad para la verborrea. O sea, que es capaz de escribir parrafadas inmensas en sus posts de Instagram o hacer hilos larguísimos en Twitter sobre la última visita al restaurante de su venerado chef y no decir nada. Pero nada de nada. El más absoluto vacío. Encefalograma plano, si no fuera por unas grandes dosis de excitación que casi definiría como sexual.
De hecho, algunas de las palabras que el gastrogroupie más usa son orgasmo y orgásmico. Cuando los leo, a veces, creo que estoy ante una nueva parafilia. Es que la única cosa que demuestran es que se han puesto cachondísimos, joder. Algunas de las expresiones preferidas de los gastrogroupies son cosas como genio [quiero comerte la polla], gran legado [ven aquí te como], tocar el cielo [hazme tuyo, pirata], ideas y conceptos inagotables [en tu casa o en la mía].
Y así todo el rato, pero sin explicar jamás por qué el cocinero en cuestión es un genio que le hace tocar el cielo y que va a dejar un gran legado gracias a sus inagotables ideas y conceptos. Y hasta puede que el cocinero en cuestión sea muy bueno y su restaurante más, pero explicado a la manera de un gastrogroupie más parece que haya participado en una orgía que comido en un restaurante, porque todo acaba reducido a una gran felación, a una enorme mamada.
Y en el fondo, lo que uno más lamenta después de leer uno de sus posts en Instagram es que no incluya una foto del gastrogroupie tirándole los calzoncillos al chef, mientras este lo mira con cara de horrorizado y se protege la cara con las manos. Por las risas más que nada.