Tengo comprobado que el sentimiento de pérdida opera de maneras aleatorias y extrañas. A veces hay quien pierde el apetito y hay a quien se le exacerba. Pondré dos ejemplos. Ante el cambio climático, sabemos que perderemos ingredientes que valoramos, y los estamos comiendo precisamente como si se fueran a acabar, lo cual no parece la mejor de las soluciones para tratar de evitarlo. Y a mí, ante unas noticias funestas que ya conté aquí y aquí, que adelantaban sin remedio el fin de Bar (06/08/2020–09/11/2022), la pérdida inminente me generó también grandes apetitos, unos apetitos que me llevaron hacia la vida.
Dicen en Italia que l'appetito vien mangiandopero en mi caso vino de la muerte cercana. Una de las mejores cosas que me había pasado en la vida tenía los días contados. Pronto iba a recordarla en los pelos agouti que semanas después aún resistirían en algunas piezas negras de ropa y que antes veía como una pequeña molestia, pero ahora retiraría con un cariño hondo y ancho. Antes, Bar adelgazaría —y paradójicamente, por mimetismo o por obra de la tristeza, yo también— y llegaría a perder más de la mitad de su peso. Al subirse sobre una caja de cartón, en la que acertadamente se leía un 'frágil', no la doblaría. Ver este y otros deterioros en su salud me impulsó, inconscientemente, a algo que cada vez cuesta más que hagamos a causa de tantas presiones sociales y/o por todo lo que puede conllevar para la salud, y que es comer y beber libremente, escuchando al apetito de cada momento.
Así las cosas, me abalancé ante esa búsqueda de satisfacción de los apetitos tal vez como jamás había hecho. Comí y bebí más que nunca. Me abrí por entero al placer que la vida nos brinda. Escuché y asentí frente al dictamen de mis apetitos y me puse a su servicio. Trasnoché y madrugué; dormí mucho y no dormí. Me agoté físicamente y también me dediqué a cultivar el descanso. Fui la presidenta de un país dictatorial donde la justicia solamente se impartía en pro del placer, las leyes se hacían para el placer y la vida había que vivirla priorizando el placer. En resumidas cuentas, hice un poco lo que me dio la gana —eso que mi madre piensa que llevo haciendo toda mi vida, cosa que no es del todo cierta— mientras redoblaba las atenciones y cuidados para Bar.
Por lo que respecta a la crisis climática, me pregunto si el auge mundial y la consiguiente democratización de una gastronomía globalizada responde también a una defensa ante el fin irremediable de determinados productos que nos encantan. La crisis climática trae extinción y trae sequía, incendios y otras catástrofes que ya nos están dejando sin pescado, por ejemplo, pero que sobre todo nos dejaran sin la abundancia alimentaria en la que vivimos y a la que estamos acostumbrados.
Para mí, este aumentado apetito occidental por comer fuera de casa y por comer mejor en casa (para algunos) puede interpretarse como una respuesta a distintos sucesos históricos en relación con el cambio climático. Si bien Wallace S. Broecker acuñó el término en 1975, cuando su artículo sobre un posible calentamiento global se publicó en la revista Science, y si sólo un año más tarde se comprobó que tenía razón, no fue hasta los 90 cuando se empezó a crear una conciencia en la ciudadanía que aquello iba a ocurrir. Y los 90 fueron un momento de expansión gastronómica que aún no ha terminado. Tal vez no fue solamente elBulli: fue también la crisis climática.
Fuera de Francia, donde se ha vivido la gastronomía como prioridad desde bastante antes, fue entonces cuando el resto del mundo que podía permitírselo empezó a sentarse a comer todo tipo de cosas, nuevas y viejas, en mesas también nuevas y viejas. El miedo por la pérdida nos ha impulsado a apasionarnos por comer, y las novedades tecnológicas en cuanto a imagen, sea Instagram o sea Netflix, han potenciado nuestro gusto. Estamos un poco como en aquel verso de Lana del Rey, sabiendo que acabaremos mal pero haciendo como si en realidad no lo supiéramos, que dice: "If we hold on to hope, we'll have our happy ending/ When the world was at war before/We just kept dancing".
Es posible que Freud tuviera razón cuando teorizó sobre la pulsión de muerte y la pulsión de vida, situando cada una en una cara de la misma moneda. En mi caso, no tengo claro que persiguiera un poco de esa destrucción que sucede a determinados placeres: a veces los apetitos y su satisfacción pueden llegar a ser un arma de doble filo. O puede que estuviera representando aquella cita del cómico ('Come y bebe lo que quieras y puto muérete') de la que justamente yo escribí por aquí.
Lo que hoy tengo claro es que en el reverso de esa satisfacción de los apetitos se inscribía un duelo en vida de Bar que ligaba para siempre su historia con la mía, una vez más: porque si su simple existencia me enseñó a cuidarme y a quererme y a vivir mejor la vida, a imagen y semejanza de como ella lo hacía consigo misma y también para conmigo, ¿qué mejor tributo que enseñarle a mi maestra lo aprendido? Ese aprendizaje de poco más de dos años y aquel período dedicado a los apetitos —y, en definitiva, a estar bien para ella entonces, a sostenerla en sus últimos días y en darle el mejor fin— como se ha demostrado a posteriori, fue también un colchón emocional para frenar el duro golpe de la caída en picado que fueron los días previos al final. Nada me ahorró aquel dolor intenso, pero estaba preparada para el desenlace y para vivir la pérdida en paz.
¿Será también el apetito gastronómico nuestro duelo en vida por la pérdida de tantas cosas importantes en nuestro planeta, que ya están afectando y afectarán a nuestra vida, y que la cambiarán para siempre? Si así fuera, este duelo se confirma ya mortífero: tanto el sistema alimentario actual como los apetitos gastronómicos que llevamos sosteniendo en el tiempo nos llevan a la destrucción de aquello que ahora nos gusta, sea un fricandó con setas o un sashimi de atún.