Algo pasa en Logroño. Dos restaurantes con estrella Michelin, cinco locales reconocidos con uno o dos soles en la Guía Repsol y una docena larga más de recomendados hacen que, si nos guiamos por estas publicaciones, sea una de las ciudades medianas -apenas 150.000 habitantes- con una mayor proyección gastronómica.
¿Qué ocurre en una ciudad de estas características, lejos de los destinos más turísticos y de las grandes urbes, para que aquí surja uno de los restaurantes japoneses más aclamados de los últimos años en España y una de las heladerías artesanas de mayor renombre?
Hay que asumir que, o bien les ponen en el agua algo que incentiva la creatividad, que estimula el talento por encima de la media -suponiendo que el talento se mida en soles y estrellas, que igual es mucho suponer, pero que, en todo caso, es cuestión para otro día- o el contexto está jugando un papel significativo en esa dinámica.
Y en el contexto están, desde hace ya nueve años, las Conversaciones Heladas promovidas por Angelines González y Fernando Sáenz, la pareja detrás de la heladería Della Sera y del Obrador Grate, a los que aludía más arriba. Tengo el convencimiento de que son producto y efecto al mismo tiempo de lo que está pasando aquí. Las cosas no ocurren por casualidad y, al contrario, tienden a nutrirse unas de otras, a darse inspiración o, al menos, a transmitirse la sensación de que es posible hacer algo que se salga de lo habitual.
Las Conversaciones Heladas no son un congreso gastronómico al uso. En primer lugar porque no las promueve una administración, con lo que escapan de esa dinámica un tanto perversa que lleva a medir el resultado en titulares de prensa que, a su vez, se nutren del número de cocineros-celebridad que asistan y que se ha convertido en un vicio que lastra el potencial de muchas de estas convocatorias.
Pero las Conversaciones son un producto extraño también porque, aunque hay cocineros, aunque se habla mucho de cocina, no hay demostraciones culinarias ni cocineros televisivos arremolinando a fans alrededor del stand de algún proveedor o de una diputación provincial que viene a convencer de las virtudes de sus materias primas. En Conversaciones heladas, en cambio, hay calma, hay reflexión y hay debate.
No voy a negar aquí, sería absurdo, la importancia histórica de los grandes congresos como Madrid Fusión, San Sebastián Gastronomika o Forum Gastronòmic. Tampoco voy a negar que pienso que en el futuro tiene que haber espacio para algunos de esos eventos de gran escala porque son los únicos con la capacidad logística y económica para conseguir traer a algunos de los grandes nombres de la cocina mundial y creo que eso es importante. Haber visto a René Redzepi en Santiago de Compostela en 2008, a Dan Barber en Girona en 2009 y a Pierre Gagnaire en Sevilla ese mismo año fue, en mi opinión, un incentivo inmenso para una generación de cocineros.
Creo que es importante que en los próximos años algún gran encuentro siga ejerciendo ese papel, pero al mismo tiempo considero al menos igual de influyente para el sector que se hable de cocina sin cocinar necesariamente. Y que se haga en muchos lugares distintos, desde diferentes enfoques y dando voz a realidades locales que, de otro modo, quedarían probablemente en la sombra.
Eso es lo que está haciendo ya Conversaciones Heladas, un encuentro pequeño, pero con mucha carga conceptual, capaz de integrar el territorio en el que se desarrolla en su discurso y de acoger, al mismo tiempo, a realidades llegadas de aquí y de allá, de Mallorca, de El Puerto de Santa María, del Mar Menor, de Málaga o de Barcelona, por hablar de casos que participaron en la última edición.
Recuerdo perfectamente la sorpresa que me supuso asistir a Diálogos de Cocina, en San Sebastián, otro de esos formatos anómalos que en mi opinión están indicando la senda, y encontrarme con que las ponencias eran de diseñadores, filósofos y artesanos, no de cocineros. Y, pese a ello, allí se estaba hablando de cocina, de todo aquello, la parte más amplia aunque menos visible, que no se come aunque forma parte de la gastronomía. Recuerdo cómo Martín Azúa aportó más luz hablando de diseño de jarrones o lámparas que muchas presentaciones con cocinero, video y emplatado posterior en directo.
Es precisamente esa filosofía, ese modo de pensar las periferias de la gastronomía, todo aquello que la relaciona con otros sectores y que no siempre llega a ocupar el primer plano, la que uno a estos dos eventos y la que hace unos días en Logroño, como hace casi una década en San Sebastián o hace un par de meses en las jornadas Confitando Territorio, en La Torre del Visco (Teruel), me hizo pensar que el futuro está ahí, en reflexionar y debatir, en buscar otros enfoques, en abrir el escenario a otras voces y llevarlas a otros lugares.
No sé cuánto de esto hace que hoy Logroño sea la ciudad que es en términos gastronómicos, pero estoy seguro de que tiene una cierta responsabilidad. Y, en cualquier caso, tiene mucho que ver con el futuro de un sector que merece ser pensado y que necesita modelos de cambio.