Hace unos meses, en el Congreso de Escritores Gastronómicos que se celebró en Menorca, se habló bastante de cuestiones de posicionamiento y de estilo cuando escribimos sobre gastronomía. Puede parecer una discusión estéril —de hecho creo que en buena medida lo es— pero no deja de resultar interesante.
Porque con las discusiones ocurre como con los textos. Como con las humanidades, al igual que con cuestiones estéticas, no todo se reduce a términos de usabilidad o de impacto. ¿Para qué sirven unos frescos románicos en el ábside de una iglesia semiabandonada en un valle de los Pirineos? ¿Qué aportan las tomas descartadas de una película de Ridley Scott o los últimos zuecos labrados en madera de abedul por un artesano antes de retirarse?
La utilidad, la monetización, la usabilidad o el valor práctico son, en realidad, una plaga; una gran cortina que nos hemos impuesto y que nos impide ver lo que, en mi opinión, es verdaderamente importante. Porque si lo reducimos todo a la facilidad de uso, sin desvíos, sin ramificaciones y prescindiendo de la forma, tenemos que asumir que la obra literaria definitiva es la guía de teléfonos de la provincia de Ciudad Real, edición de 1987.
Es clara, no se va por las ramas, incluye sólo información; nada despista, nada dificulta. Todo datos e índices. Usabilidad, capacidad de síntesis. No exige al lector quedarse ni siquiera tres minutos. El usuario va a ella porque quiere un dato y lo que va a encontrar es, exclusivamente, ese dato. Reivindiquemos las guías de teléfonos, entonces.
Exagero, lo sé. A veces es necesario subir el volumen de la música que estamos escuchando o forzar el contraste del monitor para encontrar detalles que, de otra manera, quedan ocultos en el conjunto. Después volvemos a bajar el nivel o a ajustar la imagen para volver a una visión más ajustada, pero ese esfuerzo, esa exageración fue precisa para ir a determinados detalles.
Con las cuestiones de estilo ocurre algo parecido. Si no forzamos el argumento hasta cierto punto, si no impostamos un poco la voz, es fácil que pasen desapercibidas. Pero que no las veamos no quiere decir que no estén ahí: sólo hace falta subir el volumen para que aparezcan desde el fondo, de entre las sombras.
En este caso la exageración es clara. Hablo del estilo como el valor último de un texto cuando soy perfectamente consciente de que ese texto es, me guste o no, un producto de mercado, algo que se tiene que vender y que debe ser leído; un elemento por el que alguien ha apostado un dinero esperando, en retorno, recibir algo más de lo que puso en su momento.
El autor ha dedicado su tiempo, que también es dinero, pero quien arriesga más es quien ha montado la cabecera, quien la sostiene económicamente, contrata profesionales para hacerla funcionar y para posicionarla. E invierte, de paso, en contar con los servicios de autores que, más o menos, ajustan su producción a lo que este inversor necesita.
La vida de quien escribe es, o debería ser, una tensión permanente. De cara al medio, de cara a los lectores potenciales y de cara a sí mismo; un equilibrio no siempre fácil entre lo que quiere decir y lo que alguien quiere leer, entre el modo en el que lo escribiría y lo que alguien le va a comprar.
No podemos perder esto de vista. Aunque al mismo tiempo hay otros enfoques que tampoco deberíamos dejar de tener en consideración. No muchos de los textos que hoy consideramos joyas de la literatura gastronómica fueron superventas en su momento. La mayoría, de hecho, se publicaron en revistas más o menos oscuras o fueron editados en tiradas ínfimas por editoriales no demasiado conocidas. Al mismo tiempo, el libro que se llevaba a los lectores de calle en aquel momento quizás incluía la receta del pollo a lo Pantoja o los 10 bares preferidos del cantante Manolo Otero, yo qué sé. ¿Que no sabes quién era Manolo Otero? Pues eso. Cuidado con el embrujo de las audiencias que, según desde dónde las miremos, las carga el diablo.
Piensa en páginas web, portales, blogs y revistas online que leías hace 15 años. ¿Cuántas de ellas sigues visitando con frecuencia? ¿A cuántas has vuelto para consultar un dato? ¿Cuántos editores se han ido barranco abajo agarrados a sus posicionamientos, sus SEO y sus palabras clave junto con esas publicaciones a las que nadie va a volver mientras seguimos, seguramente, retornando a autores que ya por entonces escribían, quizás demasiado largo y demasiado complejo para lo que les habían dicho que iba a funcionar?
Es fácil decirlo cuando no es mi dinero el que está en juego. Aunque también ahí hay que buscar una foto más amplia e insistir en que, en realidad, el tiempo que se dedica a redactar un texto, a encontrar quien lo publique, a defender que sí, que está bien así, y a que esa persona vuelva a llamarte también puede —y debe— considerarse en términos económicos.
Así que, una vez más, todo es cuestión de equilibrio, de la tensión entre rentabilidad y estilo. Aunque yo sigo defendiendo que son conceptos que están reñidos solamente si una de las dos partes quiere que lo estén. Creo en la importancia del texto extenso, del párrafo largo, de las reflexiones que van y vienen, de las ideas que se entrelazan como rabos de cerezas que vamos cogiendo de un texto; en el valor del punto y coma. En las pausas. En no ponérselo siempre en bandeja al lector. Creo en el texto en el que, después de un par de líneas, identificas al autor. Y en el autor al que volverás la semana que viene, aún sin saber sobre qué habrá escrito esta vez.
Creo en el estilo, ahora más que nunca, como herramienta diferencial. Y de posicionamiento a largo plazo, si me apuras. Al fin y al cabo, lo que diferencia al ser humano es el gusto por lo inútil, por los conocimientos prescindibles, por el circunloquio. Así ha sido desde que alguien grabó unas líneas en una piedra hace más de un millón de años por el simple placer de hacerlo, perdiendo tiempo y quizás dinero al dejar de hacer otras cosas mientras tanto. Y ahí seguimos, poco más o menos, cuando decidimos añadir un párrafo más.
Quizás esté sugestionado por el entorno, por las noticias que desde hace unos meses leemos a diario sobre ese tema, pero cada vez más, desde hace no demasiado, tengo con más frecuencia la sensación de haber leído un texto generado por inteligencia artificial. No lo digo como una metáfora de la falta de personalidad de los textos escritos solamente para contentar a los buscadores; lo digo como una realidad: hay —estoy convencido de ello— autores que están vendiendo textos generados por IA. Quizás más adelante, no dentro de mucho, no veamos la diferencia, pero, al menos en mi opinión, hoy todavía se nota.
Es algo que me produce una tristeza infinita, porque es entregar las armas antes, incluso, de que haya empezado la batalla, una batalla de una guerra que probablemente no podemos vencer a largo plazo, pero en la que, en mi opinión, todavía tenemos mucho que decir. No será en términos de productividad ni de eficiencia, seguramente. Tampoco, una vez que superemos esta fase en la que la tecnología está aún en pañales, en términos de cantidad o calidad de las fuentes.
Quizás, entonces, sea el momento de volver la mirada otra vez hacia el estilo, hacia ese enfoque que se detiene en lo superfluo, que convierte lo inútil en un instrumento y que, es, en esencia, algo profundamente humano. Tal vez esté bien pensar los textos en términos de personalidad, de belleza, de ritmo más allá del contenido y su usabilidad. Aunque sea solamente como ejercicio de resistencia. O como un refugio, quién sabe.