No sé si os pasará a vosotros pero a veces, más de las que yo quisiera, me da una pereza enorme ir a comer a determinados sitios, aun sin conocerlos. Sólo tengo que ver sus cartas para que me invada de inmediato una irremediable sensación de hastío. Y es que buena parte de las nuevas inauguraciones que se producen en Madrid –y me temo que en muchas otras ciudades españolas- parecen estar diseñadas con un patrón preestablecido, casi idéntico, que se reproduce una y otra vez. Responde a la moda, a una idea concreta de negocio, y va enfocado a un público objetivo muy determinado al que a menudo se subestima.
Es un canon absolutamente reconocible. Locales a menudo céntricamente situados, con un interiorismo cuidado, actual, ad hoc con lo que decorativamente se lleve en ese momento. Hemos ido cambiando de lo industrial a lo vintage o lo híspter… Ahora estamos en un estilo nórdico boho chic que se repite hasta la saciedad. Esta estética aparente se traslada también a la cocina que podríamos definir como "modernita", de carta viajada y urbanita, con una bodega previsible con vinos por copas y en la que no puede faltar la coctelería y los gin tonics, cuya variedad se puede contar por decenas. Utiliza vajillas glamurosas o epatantes y se asienta en un servicio joven, poco profesional y más o menos risueño y eficaz según el día que te toque.
La propuesta gastronómica en este tipo de restaurantes es completamente apátrida, a veces confusa y desde luego carente de personalidad. En la mayoría de las ocasiones un totum revolutum en los que cabe la cocina tradicional, la fusión, las influencias foráneas y los productos que se llevan, llámense quinoa o wagyu, además de técnicas de aquí y allá, incluyendo las más (lo fueron en su momento) vanguardistas como sifones, esferificación o baja temperatura.
Tampoco les suele faltan una propuesta específica para la barra –o la mesa, ahora que el Covid las tiene relegadas, ainss- a base de un tapeo de raciones más o menos clásicas, refundidas en eso que muchos llaman gastrobar, palabro que tanto daño ha hecho –y no me refiero al idioma-. De este modo encontramos recetas omnipresentes como las croquetas (algunas de rellenos imposibles), la ensaladilla rusa, o los torreznos, que se dan la mano con gyozas o dumplings, puede que algo de sushi (seguramente un roll de estilo californiano o sushi latino, más asequible para la mayoría), nachos con su guacamole picante y bien de queso, tacos tex mex, pulpo –normalmente a la brasa; el horno Josper y lo ahumado arrasa-, ceviche vulgares (sobre todo de corvina), a lo mejor algún tiradito de pescado congelado y por supuesto el inefable tartar de atún rojo de almadraba (dicen, aunque no lo sea). Cualquiera de las cartas puede ser más o menos larga, pero seguramente encontraremos varios platos saludables (quizá un poke healthy) y clásicos como los chipirones con cebolla caramelizada, las costillas a baja temperatura, el steak tartar, la hamburguesa (mejor de wagyu), el chuletón de vaca vieja madurada (lo del buey ya pasó a la historia, todo el mundo sabe que es una quimera), los callos y puede que el pichón. Hace tiempo que pasamos de la vieira y el foie, ya superados. Ah, y con los postres ahora el top 10 es la tarta (fluída) de queso.
No voy a hacer una relación de los muchos platos que un día sí y otro también llenan las cartas de este tipo de establecimientos. Sí digo que casi todas son idénticas y que la cocina en estos lugares parece ser que es lo que menos importa. Quizás no sea rematadamente mala, pero tampoco buena. Adolece por completo del más mínimo interés, no tiene estilo, carácter, reproduce, copia –muchas veces mal- , y se suele basar en una materia prima del montón. Mucha se gesta en cocinas industriales de quinta gama (se nota a la legua y la más de las veces salva las cartas porque es lo más decente de todo lo que se ofrece) y se idea al por mayor con intención de reproducirse una y otra vez en restaurantes clónicos. La gente parece aceptarla de buena gana porque no es cara –ni barata-, permite comer lo que se lleva y hacer fotos que quedan guay en Instagram. Son sitios bonitos, ponen buena música y resultan agradables. Pero aburren a un muerto. Al menos a mí, me aburren que me matan.
Raquel Castillo (@rcastillo1102). Ante todo soy periodista, y eso define una forma de ver la vida. Llevo muchos años dedicada a la gastronomía y sus trasuntos, a investigar y conocer de productos, cocinas o tendencias, sin olvidar a las personas que lo hacen posible. Después se lo cuento a gente como tú. Ójala lo disfrutes.