La semana pasada alguien comentó en una red social que había estado en un restaurante de Barcelona unas cincuenta veces —imagino que el cocinero propietario del local le hará la ola arrodillado cada vez que traspasa la puerta— y que cada una de ese medio centenar de visitas había disfrutado muchísimo. No lo pongo en duda, pero yo también he estado en ese restaurante. Para ser exactos en tres ocasiones y, hoy por hoy, no tengo muchas ganas de que haya una cuarta. De hecho, creo que se trata de uno de los restaurantes más sobrevalorados de Barcelona aunque, viendo el entusiasmo que despierta, seguro que estoy equivocado.
Eso sí, imagino que es una obviedad tener que explicar que una cosa es que piense que recibe más elogios de los que creo que merece y otra que crea que es un lugar donde se come muy mal o incluso simplemente mal. En absoluto, pues como se suele decir en peores garitas hemos hecho guardia. Les decía que he estado tres veces, dos de ellas comí regular y otra mal. De esta guisa, el hype y la hipérbole que detecto con este restaurante no encaja con mi experiencia personal.
Como no soy mal pensado, prefiero creer que simplemente he tenido la suficiente mala suerte como para que no tenga demasiadas ganas de volver, cosa que tampoco puedo asegurar que no suceda, pues no hay nada más humano que reincidir en el error y dar infinitas oportunidades incluso a quien no merecía ni la primera —mi amor—, sin que esté muy claro cuál de las dos conductas, a fin de cuentas, resulta una cagada mayor. Y no, no les voy a decir el nombre del restaurante en cuestión —que nos conocemos— porque no es ni importante, ni de lo que les quiero hablar hoy.
Además, y aunque me la suda, mi lista de enemigos ya es lo suficientemente larga como para ir añadiendo más muescas a la empuñadura de mi revólver y malherir, de paso, el ego de ningún chef —algunos lo tienen muy blandito—, ni el de miles de foodies encabronados, acordándose de toda mi familia y contándome lo bien que ellos han comido siempre en ese lugar.
Y es que lo más difícil para un restaurante, el que sea, es conseguir la regularidad. Incluso en la mejor de las casas hay un día (o dos) en que todo se tuerce y eso de la experiencia, que tanto se valora ahora, resulta ser un desastre. Si les toca sufrirla a personas que es la primera vez que visitan ese local, pues hay muchas probabilidades de que se lleven una imagen del mismo tan mala como, casi seguro, injusta.
Por alguna cosa, la Association of Food Journalist de Estados Unidos recomienda como mínimo dos visitas a un restaurante antes de escribir una sola línea, aunque —dice— que lo óptimo son tres. Claro que estos señores también recomiendan el anonimato y pagar siempre la cuenta, y ya sabemos cómo van las cosas en este sentido por aquí, que no paga ni el tato y no son anónimos ni los inspectores de la Michelin, sobre todo los inspectores de la Michelin.
En el otro lado están las expectativas y su correspondiente gestión. Y eso, amigos míos, es algo en el que los restaurantes poco pueden hacer y poca responsabilidad pueden asumir. La gestión de las expectativas cae de lleno en la responsabilidad del cliente comensal. En la vida pocas cosas peores que los prejuicios y su contrapartida, las ideas preconcebidas sobre la necesaria y segura bondad de alguien o de algo. Si encima estas ideas preconcebidas se fundamentan en las opiniones personales y las experiencias particulares de otros, pues se empieza a pavimentar con cemento armado el camino hacia el desastre.
Es eso del chiste del que ve un anuncio en el que se anuncian clases de griego y se lamenta de que cuando fue, resultó que se trataba de un idioma. Ya me entienden y perdonen la grosería del chascarrillo, pero cuando lo contaba Eugenio era muy divertido, se lo aseguro. Se lo cuento como ejemplo gráfico de que las expectativas son una de las formas más efectivas de que nos den por culo al ir a un restaurante.
Así que, puede ser perfectamente que la vez que comí mal, ellos —con todo el derecho del mundo— tuvieran un mal día y que, los otros dos, en los que comí regular fueran mis expectativas las que al acabar me hicieran mostrarme convencido que no había para tanto. Y en eso sigo. No me entusiasma y no entiendo tanto alboroto. Pero es que yo de restaurantes no entiendo. De todas formas mi consejo es que no hagan caso nunca, jamás, ni de los elogios encendidos, ni de los bomberos pirómanos que incendian un local con sus vitriólicos comentarios, solo por el placer de hacerlo y de hacerse notar. Hagan como decía Cruyff. Vayan y disfruten, sin más.