Me ha costado mucho decidirme a escribir este artículo. De hecho, lo he evitado. Pensaba que con suerte alguno de mis compañeros se encargaría de recordar que, hace 10 años, murió Santi Santamaria. O quizás sería más exacto decir que entre todos lo matamos. Tuve un compañero de trabajo que, cuando algo salía mal y llegaba el momento de repartir las responsabilidades del desastre -que todo el mundo eludía- decía siempre la misma frase: «Entre todos lo mataron y él solo se murió». Eso fue exactamente lo que pasó.
No creo en la culpa -o no mucho- concepto judeocristiano vinculado al de pecado y creado para hacernos creer que somos, eternamente, unos miserables sin solución, que no merecemos ni el perdón ni la salvación. Sí creo, por contra, en el de responsabilidad, un concepto -quizás- más ligado a la ética protestante, y que nos anima a ser conscientes de que nuestros actos tienen consecuencias más allá de nosotros mismos.
Y con Santi Santamaria todos fuimos muy irresponsables, en esos auténticos años de plomo de la gastronomía española, antes de que terminara la primera década del siglo XXI. Tampoco tuvimos piedad y nos comportamos como dioses del Antiguo Testamento: crueles y vengativos.
El otro día le leía a alguien escribir lo siguiente: «Antes que periodistas somos personas. Antes que periodistas gastronómicos, somos periodistas». Lo podríamos haber tenido en cuenta, todos, antes de hundir en la mierda a alguien que, por muy equivocado que hubiera podido estar, por muy visceral que pudiera llegar a ser y por mucho que, tal vez, sintiera envidia del reconocimiento y los éxitos ajenos, no merecía que lo tratáramos como lo hicimos.
Porque lo linchamos en la plaza pública. No sabremos nunca -ni importa una década después- quién fue el juez que dictó la sentencia, ni quiénes los verdugos encargados de ponerle la capucha, la soga alrededor del cuello y, finalmente, darle la patada al cajón que evitaba que se ahogara para siempre, una de las voces más preclaras y cultas que ha tenido la gastronomía de este país.
Sin duda, Santi Santamaria era más visceral que apasionado, pero el problema nunca fue ese. Siempre estamos más dispuestos a perdonar las debilidades del carácter que una supuesta falta de adhesión. Santi tenía principios. Los suyos, que no eran ni peores ni mejores, solo eran los suyos. Y una manera de entender la cocina, también la suya y tampoco ni mejor ni peor.
Pero ni sus principios, ni su cocina -ni su carácter- le hubieran permitido subirse al carro del éxito de la cocina de vanguardia española sin sentir que traicionaba a ambos. Y eso que hacerlo hubiera sido lo fácil y lo cómodo. En 2008, con la cocina española convirtiéndose en el epicentro de la cocina mundial y con la crítica absolutamente entregada, y con una crisis asomando la cabeza y que amenazaba con vaciar los grandes restaurantes y retraer a marcas e inversores hubiera sido lo fácil.
Y sin duda se equivocó en lo de los aditivos, pero eso en el fondo era una nimiedad al lado de todo lo que contaba en La cocina al desnudo, y que -mira tú por dónde- ha terminado por cumplirse inexorablemente como las horas que marca un reloj.
Pero no fue el contraste de pareceres lo que desencadenó la furia que vino después, ni los principios, ni tan solo la cocina. Ojalá la cocina hubiera tenido alguna importancia en todo este asunto y se hubiera abierto un debate del que todos habríamos salido ganando.
Lo que desató la ignominia fue el sentimiento de que lo que había dicho Santi Santamaria -en Madrid Fusión y en su libro- amenazaba el futuro del negocio boyante que podía representar la cocina de vanguardia. No solo para los cocineros, sino también para los congresos gastronómicos, los críticos y sus medios, el turismo, las marcas, las editoriales… En pocas palabras, fue la reacción furibunda de todo un sector que, por su juventud, tuvo una reacción absolutamente infantil y se lio a pedradas contra la pandilla del pueblo vecino.
No tengo pruebas y es solo una sensación personal pero me parece que, a los problemas obvios por los que pasaba Can Fabes y que obligaron a Santamaria a abrir restaurantes en otros lugares, desde ese momento nunca volvió a ser el mismo. Si es verdad que nunca había estado delgado, daba la sensación que cada vez metía más kilos.
Y el resto es historia, como se suele decir, y no sé si la historia nos pondrá a todos o algunos en nuestro lugar. En esa época yo era un bloguero con ínfulas. Yo también pensaba que la cocina de vanguardia era la leche y que Santi Santamaria no era más que un envidioso. Queda por ahí algún post que lo atestigua y que no he querido borrar nunca para recordarme a mí mismo eso de que «antes que periodistas somos personas…».
Ya saben que soy muy de filósofos y el otro día Eduardo Infante recordaba esta cita de Karl Popper, que, creo, viene al pelo: «Si queremos que nuestra civilización sobreviva, debemos romper con el hábito de reverenciar a los grandes hombres. Los grandes hombres pueden cometer grandes errores [...] Algunos de los más grandes líderes del pasado apoyaron el ataque perenne a la libertad y la razón». Y poco más tengo que añadir.