Hacer crítica de la comida es entrar en el complejo terreno de ofrecer juicios argumentados de una experiencia efímera —lo evanescente está en la naturaleza misma de la producción gastronómica—. Tanto es así, que hasta la receta, la fórmula primera de su recuerdo, corre el riesgo constante de desaparecer o dejar de comprenderse con el paso del tiempo (solo gracias a investigadoras como Hayward, Tovar, Villegas, Moreno podemos aspirar hoy a intentar visualizar aquellas formas del pasado). Afronto así la crítica gastronómica como una interpretación de la huella que deja la experiencia fugaz de un bocado, la comprensión de su contexto y la lectura de su significado.
El plato lo lee el comensal, la narrativa se la pone el o la crítica. Quien lo sirve puede contar lo que quiera (cuanto menos mejor —el plato como las novelas mejor que hablen por sí mismas—) pero siempre hay un subtexto que es emoción pura, misterio por desvelar. Me gusta vestir de palabra la reacción de una cucharada en la boca. Pero no siempre consigo el lenguaje que necesito. Así me ha ocurrido con el restaurante de Zaragoza Cancook y algunos de sus platos que hablan desde una combinación nada habitual, donde el ácido deja su estela, como una suerte de melancolía de un trópico añorado desde el desértico calor de Los Monegros (quizás sea la esencia cubana de su cocinero criado en Aragón Ramsés González). Un espárrago blanco asado sobre su caldo montado con vinagre y aceite es el cielo que toca con la tierra de la papada ibérica y el limbo de unas florecillas de albahaca (también hay jardín en el desierto. El mensaje lo refuerza el vino Frontonio de garnacha blanca y macabeo servido por Diego Millán).
La crítica gastronómica que se hace en España discurre en dos direcciones: la del mainstream de los clásicos medios de comunicación y la pretendida alternativa —ahora ya primordial— online. Las primeras siguen los pasos de la tradición imponiendo autoridad y juicios con poca argumentación y menos aún interpretación. Las segundas discurren casi siempre en la crónica temporal con pretensiones literarias. Sin embargo, ambas fórmulas creo que encajan a la perfección en el modelo que la periodista, guionista, directora de cine, gastrónoma y feminista Nora Ephron describió atendiendo solo a sus ingredientes:
«Odio los adjetivos. Aborrezco las comparaciones y las metáforas. Todo el que quiera escribir sobre temas culinarios haría bien en apartarse de comparaciones y metáforas. El problema, en cambio, consiste en arreglárselas sin adjetivos. En los escritos culinarios no se puede verdaderamente prescindir de ellos; pero si se utilizan, se corre el riesgo de escribir frases así: "la merluza estaba jugosa pero la salsa estaba grumosa". Un adjetivo elogioso seguido de otro peyorativo. Y así una y otra vez».
Este texto de Se acabó el pastel, un libro de 1986 que se publicó en España 20 años más tarde, me hace reflexionar sobre el uso de adjetivos en plan poli bueno/poli malo. Me lleva a recelar también de los "estupendos", "maravillosos", "deliciosos", "suculentos" y me dispara el ojo avizor sobre mi propia expresión gastronómica.
¿Es posible una crítica gastronómica que trascienda este lenguaje del pasado? Esto rumiaba mientras posaba en plan peli mis dedos sobre el borde de la copa de dry martini en el lobby del restaurante Saddle de Madrid, antiguo Jockey (esta referencia al pasado no es gratuita, porque traspasar aquella puerta me llevó a la primera vez que entré como periodista paria a uno de sus reservados enmoquetado —así lo recuerdo no sé si de forma real o simbólica— en busca de una noticia agenciera de cuatro párrafos de cinco líneas cada uno). El cóctel —ginebra redestilada con eneldo, dry vermouth y bitter de naranja— ha sido rebautizado como dill martini. Además ha incluido en su carta novedades de las que le será difícil prescindir como el cristalino —vodka redestilado con eucalipto, cítricos, y AOVE—. Así, este clásico ha cambiado su lenguaje atendiendo a redestilados, elementos no esperables en una bebida como el aceite o especias y aromáticas poco comunes y a la propuesta del pasado como revisión vintage —pâté en croûte servido en porción mini con verduritas encurtidas—. Ha transformado sus formas abriéndose a la luz interior, dejando espacio para los tatuajes entre sus trabajadores y los pantalones cortos —solo en el lobby— entre sus clientes.
En el taxi de vuelta a casa imagino las palabras de ese nuevo lenguaje de la crítica gastronómica y reconozco que serán parte de una revolución conjunta —quizás ya iniciada entre jóvenes bárbaros— que, tal y como hizo la cocina a partir del cambio del siglo XXI, rompa con lo establecido para buscarse y encontrarse en múltiples voces.