La interculturalidad es una forma de encontrarse a uno mismo a través de los otros. Sin embargo, son poco habituales entre las páginas gastronómicas reseñas o crónicas —menos aún críticas— de restaurantes al margen de lo establecido por gastrónomos e influencers. Cocinas caseras, nostálgicas y asequibles que brindan hogar a miles de personas migrantes fuera de sus países de origen y que son una oportunidad para quienes vivimos a la vuelta de la esquina.
Filipinas fue una línea en un viejo libro del colegio que nadie acotó explicando que había sido durante 300 años el puerto estratégico hispánico para el comercio entre América y Asia. Una línea que se esfumó con los aires imperiales de esa España que falleció en 1898 a manos del que lo reemplazó en estas islas por otros 50 años, los Estados Unidos.
Este episodio de la historia se puede leer en la carta de un restaurante filipino salpicada, y no por capricho, de nombres en inglés, español y tagalo.
Crispy pata (codillo de cerdo crujiente), adobo (estofado de vacuno o de cerdo), lechón (corteza de cerdo frita), menudo, afritada, caldereta y BBQ (cerdo a la parrilla con salsa barbacoa) son algunos de los enunciados de estos platos que tienen en el cerdo su ingrediente destacado, pese a que Filipinas sea un archipiélago rodeado de mar.
Su cercanía al sur de China también deja huella en sus elaboraciones con leche de coco como el bicol (hecho de cerdo) y en sus costumbres gastronómicas, que como en otros países asiáticos, se centran en el arroz o los fideos de arroz salteados con verduras (pancit, en Filipinas) como comida central que se acompaña a la vez de otros platos de carne, pescado y/o verduras.
El arroz se suele tomar tres veces al día para desayunar, comer y cenar y, en medio, hay dos “meriendas” (nombre original en español) una a media mañana y otra por la tarde con dulces como el “Halo-halo”, servido en una copa “al estilo americano” pero que a la primera cucharada habla otro idioma con el plátano macho en almíbar, judías rojas, coco y batata distribuidos entre una base de hielo picado. El puente entre forma y fondo, el helado que lo corona.
La esencia única
En este recorrido el comensal busca la esencia, que pese a que siempre se encuentra en la mezcla única, también se halla en un detalle: el sabor agrio. Lo descubrí gracias a la periodista filipina Gidget Alkipala, invitada por un proyecto de interculturalidad y periodismo gastronómico ciudadano en el distrito de Tetuán. El agrio refresca en lugares de mucho calor y humedad, y en la cocina filipina se obtiene añadiendo, por ejemplo, tamarindo a la sopa llamada Sinigang, en este caso de pescado.
Este plato es uno de los más cautivadores del Flambayán Café-Bar, gestionado por Clenn Salamanca y Mylene Gatpula, que ya llevan 7 años (primero en la calle Ceuta y desde hace 2 en Mundillo) atendiendo a la creciente comunidad filipina en Madrid, que supera las 16.000 personas.
Ese sabor contrasta con la familiaridad de los estofados de origen español como el adobo o la afritada que podrían ser parte de algún recetario autonómico español. A medio camino entre España y Asia encontramos el sisig, oreja de cerdo con cebolla y huevo servida en un plato caliente, que para Anthony Bourdain podría ser el plato estrella de la cocina filipina en el mundo).
Y de pronto, una chispa. Un plato que me roba el corazón: Laing. Son hojas de un tubérculo llamado taro o malanga (en Venezuela, ocumo chino) estofadas con leche de coco y que me hacen viajar a Gambia donde probé un guiso típico de Sierra Leona hecho de las hojas verdes de la patata con salsa de cacahuete. Tan lejos y tan cercano: Entre amargo y dulce. La larga distancia puede ser el corto recorrido que nos une más que nos separa.