Seres de luz

Artículo de Jorge Guitián
La escritura -la gastronómica como cualquier otra- no está exenta de prejuicios, de manías y de limitaciones de conocimiento. Sujeta como está, sin embargo, a un juicio constante que parece exigirle más, es necesario reivindicar su parcialidad y sus limitaciones.
Por Jorge Guitián
14 de abril de 2021

Seres de luz exentos de la influencia de las leyes de la física y de la moral. Eso parecen ser, si juzgamos por sus exigencias y por sus reproches, las personas que escriben en la actualidad sobre gastronomía para algunos de sus lectores.

Es lógico, supongo, que tendamos a proyectar en aquellos a quienes leemos y respetamos -imagino que habrá quien lee a gente a la que no respeta, pero me cuesta entender sus motivos- valores superiores, que imaginemos que saben más y que se mueven sólo en pos del bien común.

Es lógico, pero infantil. Y, en cualquier caso, está muy alejado de la realidad. Alguien que escribe, sobre gastronomía o sobre lo que sea, no debería perder de vista que escribe para otros y que, en mayor o menor medida, recae sobre él la responsabilidad de crear opinión. Hasta donde yo sé, es algo que todos los que nos dedicamos a esto tenemos muy presente.

Al mismo tiempo, deberíamos empezar a asumir que la objetividad absoluta no existe. Quizás lo más parecido que se me ocurra, si hablamos de escritura, es la redacción de esquelas o de prospectos médicos. Y aún ahí podríamos introducir matices. Todo lo que vaya más allá de esto, me temo, depende de opiniones, posicionamientos, líneas editoriales, de los conocimientos de quien escriba y de un larguísimo etcétera.

Uno escribe sobre lo que le gusta o para criticar aquello que detesta, sobre lo que considera interesante, lo que cree que puede ser útil para su lector potencial. Escribe desde el ejercicio más absoluto de personalidad: escoge, extracta, compila y somete el producto resultante a su estilo, su enfoque y sus personales filias y fobias. No se me ocurre nada más bonito ni, al mismo tiempo, más alejado de la objetividad.

Quien escribe se vuelca, de alguna manera, en aquello que redacta, se desnuda ante los demás. Se sincera de un modo que es el opuesto a la imparcialidad, traslada al mundo sus convicciones, sus miedos y sus anhelos.

Hasta aquí la parte bonita, aquella que, imagino, todos podemos aceptar de buen grado y en la que nos gusta imaginarnos. Hay, sin embargo, toda otra vertiente de la escritura, y en particular de la escritura gastronómica, de la cual todos somos conscientes, aunque nos encante hacer como que nos sorprende y rasgarnos de vez en cuando las vestiduras en público. Lo resumiré en pocas palabras: quien escribe es humano.

Quien escribe está sujeto a las miserias y esclavitudes de su condición mundana. Tiene el vicio de comer y de pagar facturas -por eso cobra por lo que escribe-, tiene amigos y enemigos, envidias y recelos, simpatías y manías, sabe algo y desconoce mucho más, suele moverse por un ámbito geográfico limitado; normalmente tiene jefes que le marcan límites muy claros o que, en ocasiones, le indican hacia dónde estaría bien visto que estuviesen dirigidos sus textos.

Quien escribe suele llevar un tiempo formando parte, de modo más o menos intenso, de este sector, lo cual implica rencillas, gente que se intentó aprovechar de él o gente que ha sentido, con razón o no, que él ha querido aprovecharse. Gente con la que se lleva bien y otra con la que se lleva mal, gente que piensa que está aquí para pisarle los callos y gente con la que está feliz de irse, una vez terminados los compromisos profesionales, de copas hasta las tantas. Hay actos a los que no va, porque no le apetece, porque no le gustan, porque no puede o porque le aburren profundamente.

Tiene un nombre, ya sea grande o pequeño, una parte importante de este ámbito profesional lo conoce: a veces se sienta a la mesa en un restaurante y el cocinero o el jefe de sala lo reconocen; otras se sienta a la mesa de alguien a quien conoce de antes y, por una mera cuestión de cortesía, llama antes para decirle que está allí. O pasa por la cocina para saludar. Porque es humano y a veces, incluso, educado.

Quien escribe a veces es invitado a tal o cual evento, a tal o cual comida, a conocer determinado producto o la carta de un restaurante antes que nadie. Y a veces no, por manías, por venganzas, por recelo o porque su relevancia no se considera suficiente para la convocatoria en cuestión. A veces va a un sitio porque sí, porque le apetece, otras porque le suena y quiere conocerlo mejor, en ocasiones porque ha sido invitado (por el local, por su agencia…) y otras por compromiso, simplemente. Y a veces no le apetece nada estar allí.

A veces es invitado al otro lado de Europa a una actividad exclusiva, a veces su medio le paga, a duras penas, los gastos para asistir a una convocatoria en la provincia de al lado y otras, muchas, se lo paga de su bolsillo. Y eso afecta a lo que escribe. Claro que afecta. ¿Cómo no va a afectar?

De vez en cuando le piden que participe en un evento, o que participe en su organización, que asista como parte de un viaje de prensa o que ayude en la convocatoria de ese viaje; que coordine las cenas de tal o cual evento, que lleve a la prensa invitada a conocer lo que considere relevante de la ciudad, que sugiera qué sitio sí o qué sitio no. A veces en base a su criterio, a veces en base al criterio del organizador. A veces porque ese sitio es patrocinador, o colaborador y el de al lado no lo es, aunque sea mejor, más interesante o tenga mejores vistas. Y eso condiciona no sólo lo que cuente sobre ese local, sino lo que le va a contar a otros, que quizás luego cuenten. Y esos otros, que saben lo que hay, luego lo cuentan, o no, en función de todo esto. ¿De verdad alguien cree que, de pronto, en 15 días, pasen por el mismo restaurante, justo por eso, buena parte de los críticos gastronómicos de una ciudad concreta? Las casualidades, aquí como en cualquier otro lugar, escasean.

En ocasiones asiste a conversaciones privadas, conoce opiniones o tiene acceso a datos que no son publicables -porque no es prudente, porque no es justo porque, una vez más, es humano y entiende que no todo vale- pero que afectan a su juicio de una manera determinante. A veces entra en cocina, prueba cosas que el público normal no va a probar. Y a veces, simplemente, recibe un encargo para escribir sobre algo que es aceptable, aunque no excepcional, que puede resultar defendible, aunque no sea admirable. Y lo acepta, porque es su trabajo, porque hay toda una serie de gastos que pagar a final de mes y porque de hablar exclusivamente de la excelencia, vamos a ser sinceros, no se vive y a lo de la incorruptibilidad del cuerpo y la pureza del espíritu todavía no ha llegado.

Quien escribe trabaja a veces para una marca, para una institución o para un cliente, quizás temporalmente, quizás de manera permanente. Y eso hace que a la hora de hablar de la competencia directa, de otra gente del mismo ámbito o en el momento de saltarse la línea editorial se lo piense dos veces. Y que redacte en consecuencia. O quizás escribe en un medio que tiene anunciantes, o para un evento que tiene patrocinadores o para un mercado que tiene puestos de venta con intereses concretos.

Por no alargar el texto más de lo necesario, terminaré añadiendo que quien escribe puede, a veces ocurre, venir de casa con su dosis de fantasmas y su mochila cargada de complejos, puede ser un acosador, puede tener problemas personales muy complicados o puede, sencillamente, ser un mal bicho. Pero escribe. Con todo el derecho, además.

Publiqué mi primer texto en prensa, una crítica musical, en 1995. En estos 26 años no he visto ni un solo ser de luz, y sí me he encontrado a más de un ser oscuro. Y eso me ha formado como escritor, espero, pero sobre todo como lector. He aprendido que el que escribe tiene una responsabilidad, pero quien lo lee tiene otra al menos igual.

Quien lee tiene que aprender a quién está leyendo, tiene que saber leer entre líneas y tiene que elegir, desde sus prejuicios, su formación, sus manías y sus miserias. Y tiene, sobre todo, que entender que la última vez que la verdad fue revelada y grabada en piedra fue hace miles de años y que, desde entonces, lo que hacemos, básicamente, es escribir opiniones más o menos fundadas desde nuestras limitaciones.

La escritura gastronómica es, en esencia, un juego en el que hacen falta dos partes: yo vuelco parte de mí en un texto, tú vuelcas parte de ti en su lectura y ambos sabemos que hay muchos condicionantes. Esto es algo que, como adultos funcionales, deberíamos tener todos claro. Uno se asoma a según qué conversaciones en redes sociales, sin embargo, y parece que no sea algo tan evidente.

La Verdad Gastronómica, así, con mayúsculas, no existe. Siento ser yo quien te lo diga si es que no habías llegado a esa conclusión antes. Y si existiera, permíteme que termine con una dosis extra de cinismo, no estoy seguro de que nadie tuviese demasiado interés en pagar para que se redactase.

Porque esto, al final, igual que la industria del zapato, igual que la minería de pizarra, que el diseño de chinchetas o que la descomposición del átomo, es un negocio, un negocio alrededor del cual se mueven muchísimos intereses, en el que hay monopolios en el sentido más o menos estricto, en el que a veces aplica aquello de que el que se mueva no sale en la foto y en el que al final todos -el que lee, el que escribe, el que lo encarga, el que lo publica y quien es objeto del texto- tienen que pagar cosas a fin de mes.

¿Es posible, con este panorama, escribir algo bueno limpio y justo, parafraseando a Slow Food? Sí, claro. Al menos eso creo. Es posible mientras se tenga claro que se juega dentro de unos límites, mientras partamos del supuesto de una honestidad mínima y de una dignidad profesional que, en principio, al menos yo le supongo a todo el mundo. Es posible siempre que tengamos claro que tenemos límites, limitaciones y que, por mucho que a veces nos lo creamos, seguiremos sin ser seres de luz.

Esto no supone que defienda el todo vale ni que crea que todo lo que se escribe es bueno o es lícito. Al contrario, creo que esto nos fuerza a los que nos exponemos al criterio de los demás a buscar un eterno y difícil equilibro en el filo de la navaja. Y, si lo pensamos bien, si revisamos textos y hacemos un cierto ejercicio crítico, es ese equilibrio, al final, lo que diferencia a la gran escritura gastronómica del resto. Todo lo demás es mitología.