Susan Sarandon se frota el cuerpo desnudo con limones para quitarse el olor de las ostras con las que trabaja en Atlantic City, de Louis Malle. Una gamba salteada media entre dos amantes que se entregan el uno al otro en Io sonno el amore de Luca Guadagnino. Adèle Exarchopoulos devora espaguetis con tomate en un primerísimo primer plano en La vida de Adèle, de Kechiche. Yo, cuando nadie mira, como con las manos.
“Nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce (…) Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura”, escribía Julio Cortázar en Rayuela, y más allá de la belleza del texto pienso en que en ese libar, sorber y absorber convergen los códigos narrativos de la experiencia gastronómica y de la experiencia sexual. En el cine y en la literatura. También en la vida.
Di de mamar a mi hijo cerca de doce veces al día durante tres años. Más de trece mil ocasiones en las que su boca se acopló a mis pechos, primero torpemente, guiado más por un olfato animal que por voluntad propia. Después con una destreza que parecía venida de un invierno al que no pertenecía. Alimenté a O. a borbotones. Los últimos meses eran sorbos fugaces los únicos que conseguían que nos detuviéramos en un mismo compás; él descansaba de una vitalidad que me usurpaba a través de los conductos galactóforos; yo de una vida que se construía en círculos concéntricos a su alrededor.
En muchas de esas ocasiones reflexionaba sobre en qué justo instante eclosiona la erotización de los pechos de la mujer en el cerebro de hombres y mujeres. ¿Sería en aquellos primeros días de lactante hambriento? ¿Estaría relacionado con el hecho de que fueran -y más concretamente el pezón, que se censura- una fuente de alimento y de consuelo? ¿Sería que al dejar de mamar la teta se convertía en un (luminoso) objeto de deseo? ¿Ocurre de la misma forma en quienes toman biberón?
Esa dicotomía la encontré asimismo en unos versos de la poeta británica Holly McNish: Estoy intentando manejar a los dos en un cuerpo / Tengo dos vidas cada noche / Y ambas tienen ganas de mí. Un pecho-vida para su hija, a la que amamanta. Otro pecho-vida para su marido, que la desea. Dos hambres que nacen de lugares distintos pero que se saldan en un mismo lugar. A veces incluso uno soporta el peso de la ausencia del otro. Un atracón para el consuelo.
Me viene a la mente la imagen de Meche, vertiéndose leche de cabra entre las piernas en Los olvidados de Buñuel. También a Emmanuelle Seigner, menos pudorosa, en Lunas de hiel de Polanski, derramando un riachuelo lácteo desde la boca sobre su cuerpo desnudo -adviértanse las miradas masculinas-. También quienes se escandalizan al ver a una madre dar de mamar a su bebé en un espacio público.
Quizá sea irrelevante el momento en el que el acto de comer conduzca por primera vez a la experiencia del sexo. La realidad es que el ser humano no solo come para vivir, sino para sentirse vivo. Va más allá de ser una condición natural. Es cultural: refinamos la comida, como el sexo, para prolongar el placer. Añadimos al qué un dónde, un cuándo y un cómo como una forma de aportar contexto a lo animal y para elevar el hecho de alimentarnos. Para chuparnos los dedos cuando nadie nos mira.
Sexo y comida comparten cinco sentidos, más emociones y mucho vocabulario. En el cine y en la literatura. También en la vida. Nazca donde nazca esta conexión -estómago, cerebro, corazón (head-shoulders-knees-and-toes)- es irrefutable que lo erótico habita la alimentación. El antropólogo Juan Luis Arsuaga lo define precisamente como gastronomía.