"¿Cuál es su anclaje filosófico?", pregunta Iñaki desde el asiento del copiloto. La pregunta del sumiller me despereza. Los campos de la Rioja Alavesa, con sus líneas paralelas y artificiales, nos acompañan durante el trayecto y se suceden uno detrás de otro a través de la ventanilla trasera. No es pregunta raída de fondo de armario. La combinación de las palabras “anclaje” -precisa, fría, inerte- y “filosofía” -múltiple, templada, móvil- despierta mi interés, pero me dispara del coche en marcha y me impide escuchar el resto de la conversación acerca de la bodega que vamos a visitar.
Hay preguntas que son cromos que se canjean en una plaza. Otras, son vértigo.
Estoy llena de ellas. Componen una locura que trato de espantar a manotazos. Ya no me sirven los gestos remilgados. En aquel pueril imaginarme mayor solo manejaría respuestas, pensaba. La realidad es que ahora que he alcanzado esa edad siempre limítrofe, soy cajón de sastre. ¿Sobre qué me anclo yo? ¿Qué norte persigo?
Algunas no sabía ni que las tenía y me sorprenden en la cola del supermercado, en el rumor a la salida del colegio, en este coche compartido con quienes apenas conozco camino a Laguardia. Me pillan desprevenida. Flácida. Otras me estallan en las manos. Se me desgastan muchas en la boca de tanto masticarlas. Existen las que no piden que se las pregunte y las que no pretenden ser respondidas; las que se formulan de forma equivocada; las tímidas, las osadas, las que son hiedra, las que indigestan. Probablemente todas deberían hacerse, incluso estas últimas.
Nuestra literatura se moviliza a través de ellas. En su discurso durante la recepción del premio Princesa de Asturias, la escritora Siri Hustvedt las defendió: «Cuando escribo intento formular la siguiente mejor pregunta, basada en muchas disciplinas y no en una sola. Y me hago esas preguntas en las novelas, los ensayos y los trabajos académicos, porque todos son vías para aumentar el conocimiento humano». También conozco a quien, junto con la curiosidad, se las dejó olvidadas en el bolsillo de un abrigo.
A mediodía comemos queso bajo una parra tímida, ante un riachuelo. Lo hacemos sobre una mesa de madera que se tambalea y que de vez en cuando mece por sí misma el vino en las copas. Es goloso y a su manera llena el vacío del que siempre nacen las preguntas y mis textos. Iñaki sigue lanzando al aire interrogantes que se enredan en las ramas. Me fio más de quien pregunta que de quien afirma.
El Land Rover nos agita a la vuelta. Aquí las fronteras son tiernas y los desprendimientos de tierra se comparten. La sangre de Arca de Asa se mezcla con la nuestra mientras la Rioja Alavesa expone sus cicatrices. En ellas encuentro lo que el escultor Jorge Oteiza respondió cuando le preguntaron si todo aquel espacio vacío de fachada del Santuario de Aránzazu iba a ir sin nada: «Sin nada no, con nada». El coche detiene su agitar etílico y allí mismo, con mis anclajes filosóficos sosteniéndome a duras penas, caigo en que la nada, como yo, siempre está plagada de preguntas. Y ya no tengo de qué avergonzarme.