Felicidad, qué bonito nombre tienes, cantaba hace 20 años La Cabra Mecánica. La felicidad como algo a lo que se aspira, pero a lo que quizás no se consigue llegar, esa felicidad que, como continuaba El Lichis, vete tú a saber dónde se mete.
Con la sostenibilidad empieza a pasar algo parecido. Al menos en lo que tiene que ver con el sector gastronómico, aunque no sólo. La sostenibilidad suele ir de la mano de palabras grandes, importantes y huecas, de compromisos que se firman sabiendo que no se van a cumplir, de esos que acaban por alcanzarse tarde, mal y a regañadientes, dando dos pasos adelante y uno hacia atrás, más porque no queda más remedio que por convencimiento.
La cuestión es que este año se habla de sostenibilidad. Está en todos los eventos, en casi todas las publicaciones y en todos los ejes de acción de asociaciones, colectivos y entes públicos. No hay un escenario de feria, congreso, salón, ni un manifiesto o declaración de intenciones en el que la sostenibilidad no resuene. Como hace dos años resonaba la cocina de las madres. O como hace diez resonaba Perú. ¿Os acordáis de cuando hablábamos de México, de Brasil, de la despensa amazónica como futuro del sector y no había sarao en el que no estuvieran presentes? Pues este año no son ni el Amazonas, ni las abuelas, ni los platos de cuchara. Es la sostenibilidad.
Y bien está que así sea, que tampoco querría dramatizar con esto. Como todas esas modas, acabará por pasar, pero dejará algún poso. Y a eso me agarro. A ese poso que, poco a poco, hará que seamos un poco más conscientes de todo lo que implica un restaurante, en particular un restaurante de alta cocina.
Me gustaría que ese poso fuese un poco más allá del huerto del restaurante y del productor que cultiva, qué sé yo, alquequenjes para tal o cual cocinero. Sin retintín, insisto. Si hay que tomar alquequenjes, mejor que sean de proximidad y podamos ponerle nombre a la gente que está detrás.
Desearía que la moda nos llevase a reflexionar sobre los restaurantes que sólo reciben un 20% o 30% de público local -entendiendo por local, a veces, a un señor que vive a 950 km y llega en un coche que consume más combustible él sólo que algunos estados centroafricanos- y que se nutren fundamentalmente de clientes llegados de otros países, de otros continentes, a veces del otro lado del mundo.
¿Cuántos huertos de aromáticas hacen falta para compensar la huella de carbono del cliente que llega desde Ámsterdam, desde Tel Aviv o desde Chicago? ¿A cuántos tomates autóctonos de variedad recuperada equivale la escapadita romántica para ir a tomar el menú biodinámico de Mauro Colagreco en el día correcto del calendario lunar? Y que no me venga nadie con que soy un cínico, que eso sí que no me lo han dicho nunca y voy teniendo una edad.
Hemos atravesado -y aún colea ante nuestros ojos- una crisis sin precedentes del sector turístico que pudo aprovecharse como una oportunidad para replantearnos algunos aspectos del modelo en el que estábamos inmersos. No ha podido ser, por lo que sea. Tardarán en llegar, pero los mismos clientes de antes serán los que permitan que un modelo de restauración sobreviva. Y no son clientes de kilómetro cero ni de proximidad. Tampoco son ecológicos, en su inmensa mayoría. Sostenibilidad, qué bonito nombre tienes.
No sé cómo se puede revertir esa tendencia, eso es cierto. Que yo no tenga la solución no impide, sin embargo, que sea capaz de ver el problema. No sé cómo se podría haber arreglado, pero si hubo un momento para intentarlo, fue este. No sé si se habría podido, pero sí que creo que se podría haber intentado, hacer el gesto, al menos.
Como se podría intentar otra sostenibilidad, la relativa a las condiciones laborales y a la conciliación laboral. En esta me consta, por suerte, que hay mucha gente dispuesta a racionalizar horarios, turnos y días de cierre. Y aquí, si hay que achacar a alguien un cierto inmovilismo, no es a los profesionales.
Es el otro lado, el del cliente, el que se resiste a cambiar. Tras todo lo pasado, la solidaridad con el sector de los últimos meses empieza a ser ya poco más que un bonito recuerdo y vuelve la gente que pide reservas para cenar a medianoche. Y luego quiere la sobremesa. Cómo se van a ir antes, si además aún tienes que regalarles el chupito de crema de orujo. Eso, lo siento, también es sostenibilidad. Lo del chupito y lo otro, lo de creer que por los 18, 20 o 30€ que te estás gastando tienes siervos en lugar de proveedores de un servicio.
Avanzamos, pese a todo, pero a trompicones. ¿Es menos ecológico traer el aceite de Marruecos que traer a los clientes de Londres? ¿Es mejor no traer piñas de Costa Rica y consumir según qué fruta producida aquí, mientras miramos hacia otro lado para no ver las condiciones de trabajo, los sueldos y las problemáticas que, en ocasiones, esa fruta de proximidad implica?
La sostenibilidad del sector no es un huerto de pimientos de una variedad local en la trasera del restaurante. Es, más bien, la desaparición de los poblados de temporeros al lado de las huertas. Es pagar sueldos dignos y dotar al trabajador, por muy temporal que sea, de condiciones razonables.
O, volviendo a los restaurantes, es un sector con cierta estabilidad laboral, en el que la gente no tenga que irse a Mallorca a hacer la temporada de verano a destajo, en el que las jornadas no sean de 14 horas. Es un sector más formado, más cualificado y mejor retribuido. Eso implica, probablemente, una cierta subida de precios. Es verdad. A ver si aquello de “en ningún sitio se come tan barato como en España” va a ser por algo.
Sostenibilidad, qué bonito nombre tienes.
Sostenibilidad, vete tú a saber dónde te metes.