Pienso que quizás es esa ingravidez, ese no tocar el suelo con los pies, una de las claves que nos atrapa y se potencia en las barras, pero no solamente. El otro día supe que en la reforma que ha acometido Salmón Gurú en su casa madre, la altura de la barra se ha reducido para satisfacer la curiosidad de muchos de sus clientes que quieren ver todo lo que sucede al otro lado. No atiné a preguntarle ni a Diego Cabrera ni a Adrian Sehob —que explicaron las mejoras del espacio con todo lujo de detalles en el hotel The Edition de Barcelona, previo a su takeover del bar del hotel, el Punch Room— si ahora los taburetes también eran más bajos, iguales o, por contra, más altos. Me es imposible no imaginarme un taburete altísimo, carrolliano, en el que te armen con unos prismáticos para ver cómo se mezcla tu bebida a varios metros por debajo (si es que se mezcla, porque últimamente las premezclas se están incrementando) y te alcancen las copas por medio de una polea, o algo así. Pero volvamos al barro, volvamos a la barra.
Aunque no tenga importancia alguna, a mí me gustan casi todos los taburetes. O, por lo menos, eso creía. Será que me hago mayor y mis manías se van definiendo con más precisión, y que mi culo ya ha pasado por un buen número de asientos. Por suerte, todavía no me aquejan los problemas de espalda y ningún accidente ni otro tipo de suceso me han dañado las vértebras, así que no voy a arremeter contra los taburetes sin respaldo, que son un infierno para los que sí padecen de la columna. De hecho, los prefiero, ya que te obligan a mantener una tensión que me parece necesaria para estar sentado en una barra donde bebes, sea para adentrarte en tus pensamientos o charlar con tu bartender, tu acompañante o con el vecino de taburete que acabas de conocer. Repantigarse demasiado solamente traería cosas malas, como irte a levantar de un butacón después de unas cuantas copas y pegarte una batacazo tremendo, y todo porque no has mantenido esa tensión que ayuda a entender, entre otras cosas, dónde estás, quién eres y cómo te van sentando las copas que te has echado por todo lo alto. Dejo al lector cualquier lectura psicoanalítica de esto porque a mí el otro día por Twitter me llamaron al orden.
Sin embargo, de la quema no se salvan los taburetes sin estribos, que te dejan las piernas colgando, un sentimiento de desamparo tremendo y una alta probabilidad de dejarte los dientes en la barra. Siendo yo una persona que se alarga bastante por encima de la media femenina europea, sentirme como en una trona no me gusta. Pero es que todavía hay un invento peor que mi mente jamás había concebido y que me encontré en un bar al que fui por compromiso: son los taburetes que tienen el estribo invertido, es decir, en lugar de situarse bajo tus pies se sitúa justo detrás, haciendo que esa barra metálica donde te apoyas, y que probablemente sea la segunda barra más importante del bar, no pueda cumplir su función. Y no es tan sencillo como girar 180º el taburete: a veces esos malditos tienen un diminuto respaldo de 4 cm de alto que no sirve para nada, solo para confundirte y echarte hacia atrás sin ningún sostén real, e impiden el giro para que el estribo quede en su debido lugar. En fin, como dirían los antiguos griegos y algún tatuaje reciente, nosce te ipsum, pero sobre todo, conoce el taburete donde te sientas, porque la hostia puede ser épica.