Como se pueden imaginar, la gastronomía también tiene sus mitos. Esta afirmación, creo que es especialmente cierta en lo que se refiere a la sabiduría popular, llena de aseveraciones, consejos y truquis para encontrar el mejor producto o el mejor restaurante que, como en el caso de los mitos griegos, en la mayoría de las ocasiones no tienen ni pies ni cabeza.
En nuestros tiempos, los mitos han sido reemplazados por las conjeturas de cuñado, los cuñadismos. Hay mucho Tántalo que se cree capaz de robar la ambrosía de la mesa de los dioses y salir bien parado.
Hoy me quiero detener en una de estas grandes mentiras. Esa que afirma que si en un restaurante de carretera ves muchos camiones aparcados, y te pilla la hora de comer, párate tú también, porque seguro que se come bien y barato.
En primer lugar, quisiera recordar que en España hay algo así como 47 millones de opiniones sobre lo que es y lo que no comer bien. Más o menos tantas como distintas maneras de pedir el café por las mañanas en el bar de la esquina. O sea que, si te quieres parar en esa venta al pie de la N-XX, porque lo han hecho un puñado de personas, de las que lo único que sabes a ciencia cierta es que conducen un camión, pues hazlo. Pero que sepas que tener el permiso de conducir del C para arriba, no me parece para nada prueba suficiente de criterio gastronómico. Y en caso de que lo fuera, es muy probable que no coincida con el tuyo.
Quizás debería haber empezado por aquí pero, en esta hora grave, quiero dejar claro que no tengo nada especialmente en contra -ni a favor- de los conductores de vehículos grandes y pesados, excepto cuando se dedican a adelantarse los unos a los otros en la autopista y la convierten en el Gran Premio de la AP-7. No pasa nada por no tener aprecio por la vida propia, pero está feo no tenerlo por la de los demás.
Aclarado esto, dejen ustedes que les hable desde mi propia experiencia, y les cuente que cada una de las veces que me he dejado llevar por el mito de cuñado de los camioneros, todo lo que he conseguido ha sido una acidez y un ardor de estómago de aúpa. Así que si van ustedes a persistir en el error, háganse un favor y en la guantera de su coche lleven junto con los libros de mantenimiento y la caja de condones, una ídem del antiácido de su marca preferida.
De hecho, yo hace tiempo que dejé de guiarme por los cantos de sirena -y los bocinazos- de los transportistas, sobre todo desde que supe que José Carlos Capel o Ricard Sampere no tienen licencia para conducir camiones. Siempre prefiero desviarme, y hacer diez o quince kilómetros de más, para comer en algún lugar de confianza de verdad, de esos que recomiendan las guías que todos sabemos que siempre son independientes, sin intereses ocultos ni nada que remotamente se le parezca. O seguir el consejo de uno de nuestros críticos o de un sabelotodo de internet, y planificar la ruta para que me pille la hora de comer cerca de ese pueblo en el que hay ese restaurante que les enamoró el alma. Eso siempre, antes que fiarme de un Tántalo cualquiera al volante de un camión.
A fin de cuentas, los camioneros -que son todos de Bilbao- se paran a comer donde les da la gana, donde les pilla o cuando el tacómetro les dice que ya llevan demasiadas horas conduciendo y que toca detenerse.
Claro que habrá sitios en los que el aparcamiento se llene de trailers y en los que se comerá la mar de bien. Pero en otros sin el aparcamiento lleno de vehículos pesados probablemente se comerá igual de bien o igual de mal.
Así que sean aventureros, sean Tántalo robándose la ambrosía. Atrévanse a seguir su criterio, su instinto y manden a los camioneros, a los críticos, a los cuñados y a los listos de internet a la mierda. No porque no sepan, sino porque nunca sabrán mejor que ustedes mismos qué es lo que a ustedes les gusta. Eso sí, no se olviden el antiácido. A veces no acertarán.