Se calcula que en el siglo XXII, el 95% de las lenguas que se hablan en el mundo habrán desaparecido. Espero que entre ellas no esté la mía. Aquella en la que pienso, hablo -la mayor parte del tiempo- trato de educar a mis hijos, y en la que amo. No, no hablo del castellano, por supuesto.
Yo ahora mismo debería estar lavando los platos, porque se me ha estropeado el lavavajillas -perdonen esta pequeña incursión de cotidianidad que ni les va ni les viene-, y en su lugar, me he encendido una barrita de incienso de jazmín -que relaja- y aquí estoy, dispuesto a soltarles un speech de tres pares de narices. Iba a escribir de tres pares de cojones, pero me han dicho que escribo muchos tacos y que queda feo. Hay que joderse.
Vuelvo al tema. Cuando leí, en un tuit, la afirmación del primer párrafo, busqué la fuente y resultó que lo dijo Carme Junyent, profesora de lingüística y especialista en lenguas amenazadas, nada más y nada menos. Vivimos tiempos en los que hay un especialista para cada cosa.
Lo primero que me vino a la cabeza fue preguntarme por las consecuencias detrás de la desaparición de una lengua, e interrogarme sobre qué pasaría con la cultura -en el sentido antropológico del término- que usaba esa lengua para tantas y tantas cosas, y especialmente, qué sucedería con su cocina.
Hay lenguas que se identifican con más de una tradición culinaria y hay cocinas que se explican con más de una lengua pero ¿qué pasará con aquellas vinculadas exclusivamente a una única habla si esta llega a desaparecer?
La supervivencia de cualquier saber necesita de transmisión para perdurar en el tiempo. Actualmente, según esta experta, el 96% de la humanidad habla sólo el 4% del total de las lenguas que se hablan en el mundo. Dicho al revés, que quizás se entiende mejor, hay un 96% de lenguas que sólo las habla el 4% de la población mundial, y que por tanto están en riesgo por falta de parroquianos.
El saber se transmite de muchas maneras. A veces aprendemos por imitación. Vemos a alguien hacer algo y simplemente lo repetimos como monos. A fin de cuentas monos evolucionados es lo que somos. Poco más. Yo aprendí a cocinar así, y sostienen los psicólogos del lenguaje que así es como aprendemos a hablar. ¿Se han apercibido de que comer y hablar implica a los mismos órganos de nuestro cuerpo serrano?
Pero sin duda una de las mejores maneras que tenemos de aprender y de transmitir conocimiento es con el lenguaje, ya sea oral o escrito, del que pende y depende una lengua. Sin lenguaje, sin lengua -en definitiva- no es posible aprender, insisten los psicólogos.
¿Se imaginan el drama que significaría para una cocina la desaparición de la lengua con la que se transmite? Para que nos entendamos. Tenemos en los anaqueles de los archivos, las bibliotecas y los museos recetarios romanos y en latín. Algunos, hasta traducidos. Pero, ¿alguien cocina sus platos, sus recetas? No, nadie. La cocina muerta de una lengua muerta. Sin duda que los freaks de la cosa gastronómica y los investigadores podemos aprender muchas cosas de esos recetarios, pero nadie cocinará en su casa ni una de sus recetas nunca más, que como mucho servirán de inspiración lejana o como parte de alguna recreación histórica de medio pelo.
Una cocina o una lengua, tanto monta, necesitan gente que las cocine y las hable. Y quien las transmita de generación en generación, claro. Lenguas muertas y cocinas muertas. La imagen me horripila, sinceramente.
Los procesos de sustitución que llevan a la desaparición de una lengua o a la de una cocina no son tan distintos. Con la lengua, lo que suele suceder es que se produce un proceso de colonización progresivo, y los hablantes abandonan su lengua natural en favor de la importada por un sinfín de razones -que ahora tampoco es el momento de detallar- hasta que triste, perdida y abandonada como Manon Lescaut en el desierto de América, muere.
Con una cocina puede pasar más o menos lo mismo. Por equis, ye, zeta razones, se abandona la escudella en favor del ramen, los guisados por los tatakis y al final nadie se acuerda de cómo eran o se reducen a una cosa folclórica reservada para la Navidad o para cuando vamos a casa de la abuela, si es que alguien tiene una lo suficientemente mayor para que sepa hacerlos.
Y como tanto monta desatar como cortar, imaginemos las cosas un poco en la dirección contraria. Imaginemos una lengua sana y vigorosa, pero hablada por gente que prefiere el ramen y el tataki a la escudella y el fricandó, hasta que nadie -las abuelas se han muerto todas ya- sabe qué narices fueron. ¿Imaginan el drama que sería para una lengua la pérdida de tantas y tantas palabras relacionadas con el saber culinario? Esas de las que tantas veces les ha hablado aquí Carmen Alcaraz del Blanco. Esas que también son gastronomía de la buena, esas que son diferentes de un pueblo a otro de la Costa Brava para llamar distinto a un mismo pescado.
Así que, niños y niñas, hablemos y cocinemos, que el mundo se acaba.