Todo post colgado en cualquiera de las redes en las que se mueve lo relacionado con la gastronomía, es susceptible de generar malos sentimientos y desatar los instintos más ácidos y rancios. Así, el aparentemente ingenuo e inocuo hábito de mirar y remirar la actividad general culinario-mercantil, se convierte en un nocivo hábito que degenera cualquier roussoniana bondad innata que en el homo comedor pudiera venir sembrada por la naturaleza.
Tal es la perversa carga con la que el demonio pinchapapas ha cargado Internet. Todos sabemos que esas redes llamadas sociales, lo son porque en ellas se comulga con los ecos de sociedad, es decir, con el chismorreo. El de la inagotable capacidad de observación de los otros y la posibilidad de una anónima, escondida o, cuando menos, alejada impunidad de las intervenciones.
Este es el caldo de cultivo donde viven y del que se nutren tan pérfidos pecados capitales como, ciñéndonos a los gastronómicos, la envidia o la vanidad.
La primera, la envidia, se alimenta del mirar al otro, de ver lo que come y bebe, dónde y con quién; de imaginar primero y tomar como verdad verdadera después, su enorme disfrute; de convencerse de que así es de continuo y, en consecuencia, hacer que la vida de los otros comensales sea la que nosotros, los veedores distantes, quisiéramos vivir. Esos deseos, quizás de escasa importancia inicial por no ser sino pequeñeces de escasa ingesta, al ser ésta diaria y continuada, los reconvierten sin darnos apenas cuenta en tapas de envidia que engullimos sin pestañear hasta hacer de ellas nuestro inalcanzable menú gastronómico. Las consecuencias de tal frustración no tardan en llegar más de lo que tarda un ajo crudo en repetirse. Y la mala leche aflora, se nos corta de cuajo y nos agría el carácter llegando incluso a amargarnos la vida.
Lo curioso y paradójico de esta pecaminosa subespecie que es la enredada envidia gastró, es que donde se deja sentir principalmente es en la barriga. Una angustia de tripa generada por esos ardores de envidia aún peores que los que arrastran los malos los arroces que mejor hubieran servido para pegar carteles.
Pero es que el tiempo de los carteles pasó y dió paso al de la interconexión global que acerca a las personas foodies por muy extraños y distintos que puedan ser ellos y sus apetencias. En aquel entonces, la envidia se pagaba con los más cercanos, que eran pocos, pero sin embargo hoy todos estamos a tiro de un clic, aunque sea virtual. La base de los posibles envidiados ha engordado hasta la saciedad mórbida de un mundo insaciable lleno de comedores que no paran de comer y de colgarlo todo en la red.
Así somos y así entramos en la pertinaz competencia del yo más y mejor; ya sean trufas blancas, hamburguesas, huevos fritos o lakasitos el motivo de nuestro orgullo gastró. “¡Pero qué se ha creído este, se va a enterar, ya verás tú!”, dice el envidiante antes de entrarle a degüello al envidiado porque ‘la gallina que él cría pone más huevos que la mía’. Y así la Red, como consecuencia de esas puñaladas posteras, chorrea sangre con tomate volviéndose más red aún.
Lo curioso de este desorden psicológico que nos desangra es que no nos percatamos de lo mucho que engañan las fotos o exageran las personas en sus redes, pues es de condición humanoide el fake y el photoshop de unos teléfonos tan smarts que ya son apéndice de nuestro cuerpo y okupas de nuestra mente. No todo el monte es orégano, darlings, ni comemos/vivimos tan maravillosamente como lo pintamos y hacemos creer.
Y así llegamos a la otra cara de esta moneda farisea: los envidiados habituales. ¡Ah los envidiados! Esos que lo petan en las redes, que tienen miles de seguidores y sus post suman más likes de los que los envidiosos jamás soñarían ni hartos de vino. Se les conoce bajo el bárbaro nombre de influencers. ¡Ah los influyentes! Esos a los que seguimos con callada y anónima vigilancia penitenciaria e incluso, a veces, le damos al corazoncito rojo o a las palmas o a cualquier otro e-moji que haga creer al otro y a los demás que nos encanta y alegra lo que el envidiado ha colgado, cuando, en realidad, nos repatea el estómago y dos avinagra el careto.
Y, plis, la envidia sana ni me la mencionen porque en realidad no existe, es pura propaganda del régimen alimenticio más engañoso.
La pregunta es: ¿cómo sabemos que las redes están atiborradas de envidiosos si ninguno de nosotros lo decimos ni lo declaramos -ya sea por vergüenza o por astuto silencio-? La respuesta es bien sencilla: viendo/siguiendo a los envidiados en sus redes. Al hacerlo, nos daremos cuenta enseguida de quiénes son por su pecado de envidia a la inversa, la del hinchado por el orgullo de ser envidiado, ufano, rimbombante y pagado de sí mismo y su mecanismo masturbatorio: “¡soy la hostia!” gritan desde sus cuentas. “Grimod de la Renier es un tumbaollas a mi lado”. Tan convencidos están de la envidia ajena hacia ellos que lo autoproclaman sin pudor cayendo en la peor de las enfermedades, pues esa convicción de saberse envidiado sin prueba fehaciente, lo que esconde es al paranoico vanaglorioso que se cree un dios de la gastronomía aunque coma como un paquidermo. ¡Ah la vanidad!
Concluimos así que las redes están infectadas de pecadores, envidiosos y envidiados, que por su consustancial efecto gangrena propagan mediante reels, stories y posts esos males de la envidia y la vanidad que nos reconcomen y carcomen por dentro sin que seamos capaces de hacer de tripas corazón para ser mejores personas.
Como posibles soluciones, sólo se me ocurre recomendar, a mí el primero, un sano alejamiento de las redes, su uso profesional, colgar y no mirar y empezar a postear de vez en cuando cosas feas, de mal aspecto y peor cariz, incapaces de generar envidias de ningún orden que contrarresten en lo posible las maldades del hombre máquina.