Me cuesta volver a esa chica que llegó a Madrid con la resaca del 92. A esa chica que si no se despabilaba ni conseguía bajarse en la parada correcta del bus ni tomar asiento en un aula universitaria abarrotada. Esa chica que añoraba el azúcar de caña, el queso de leche de cabra, el puchero y los potajes de berros de su madre, y las cazuelas, el frangollo y el escaldón de la abuela. Esa chica que tan poco sabía cocinar y que tanta hambre traía.
Devoraba libros (Bowles, Laforet, Gil de Biedma), películas en la primera sesión de los cines de versión original (Azul, La ardilla roja, Fresa y chocolate, El olor de la papaya verde), cuadros (los oscuros de Goya, Óscar Domínguez, Maruja Mallo). A falta de Internet (ni lo imaginábamos en aquellos años) escribía dos o tres cartas por semana a los amigos en Tenerife, en las que alguna vez les conté cómo mis compañeros en la universidad me pedían que hablara, pero no porque les interesara lo que fuera a decir sino porque les hacía gracia el acento.
Desde entonces asisto con sonrisa de momia a las imitaciones de los españoles de la variante castellana de la ch o la s canaria. Hace poco hasta uno de mis editores se animó a demostrarme sus habilidades fonéticas entre el vermut y el escupitajo del hueso de aceituna.
Desde aquel siglo pasado hasta hoy han transcurrido tres décadas en las que el conocimiento general de la cultura canaria poco ha mejorado. Las promociones turísticas de Canarias en el resto del territorio nacional se empeñan en mantener la absurda idealización del NODO de las Islas Canarias y su "eterna primavera" que se va al traste en cuanto pisan el aeropuerto tinerfeño de Los Rodeos en La Laguna.
Y en lo que a lo gastronómico se refiere, hemos asistido en este periodo a la obsesión de las instituciones isleñas por una guía minoritaria que ofrece una selección de restaurantes que en su mayoría sirven platos desvinculados del territorio para un selecto y minúsculo grupo de turistas, así como por la organización de muchos congresos que más alimentan aspiraciones ajenas que necesidades propias.
Y ahora me encuentro con que en las cartas de bares y tabernas madrileñas se ha puesto de moda una "tapa" que publicitan con el exótico enunciado de "papas arrugás".
Y entonces se me grelan las greñas por no saber cómo ni a quién explicar que las papas siempre son acompañamiento de algo, nunca una tapa ni una ración. Que los mojos no son batidos ni polvos con agua y que no solo hay muchas variantes en crudo sino también en caliente. Y que no conozco a nadie que diga "arrugá" que no sea hablante del español de la variante andaluza o de la variante castellana intentando imitar el sonido de la ese aspirada tras una g discreta y una suave d.
Me lo discute un señor en Facebook porque él dice haberlo oído en Gran Canaria. Así que llamo al amigo Jacobo de Las Palmas, releo al escritor canarión Alexis Ravelo y repaso Panza de burro de Andrea Abreu. Y nada. Ni rastro de la transcripción de esa supuesta pronunciación. "La d aparece debilitada, pero no hay pérdida", me confirma al vuelo Humberto Hernández, presidente de la Academia Canaria de la Lengua.
Y me cuenta Alejandro desde Tenerife que algunos sitios turísticos ya empiezan a hacer la gracia de escribir "arrugás" (ya que con el clima no podemos seguir mintiendo, por lo menos les evitamos el disgusto con esto). Y tanto se repite que ya hasta mi subconsciente me susurra "arrugáaaasss". Abro un libro titulado Los cien grandes platos de la cocina española y ¡aparece!
Así que antes de que la vocecita colonice del todo mi cerebro anuncio aquí a viva voz cuál es el secreto de las papas arrugadas: el tipo de papa. Y no es porque sea pequeña sino porque es de una variedad que solo se cultiva en el Archipiélago. Estas papas se encuentran en el mercado con el nombre de papas antiguas de Canarias, pero los locales sabemos diferenciarlas hasta por subvariedades: bonitas, azucenas, ojo perdiz (así hasta 20). Su precio en Canarias puede estar entre los 3 y los 8 o 10 euros por kilo. Las que te ponen en el plato en Madrid son patatas pequeñas y de otro precio, cuya piel no se comporta como debiera con la sal ni por supuesto su interior tiene nada que ver con el amarillo, dulce y mantecoso de las papas canarias. (Hay que exceptuar aquí a unos pocos establecimientos canarios de la capital).
Ah y "del país que yo vengo" (respuesta habitual a la pregunta persistente que me hacen por no reconocer la diversidad nacional) en pocos bares, guachinches y restaurantes te ponen esta delicatessen. Chineguas, roster y autodates te hacen las veces, pero por ahora siguen siendo el acompañamiento de carnes y pescados y no una exótica tapa aislada del paraíso. Y muy importante, la mayoría preferimos comerlas sin la piel —las pelamos con nuestros dedos ya en la mesa—, para disfrutarlas sin las ironías del pasado.