Entreabro los ojos. Oigo: la lavadora girar en la cocina, temblar el piso. Oigo: la televisión encendida tres puertas más allá. Oigo: la calada de un cigarro hipnótico y una garganta que se aclara en la noche. Oigo: un grifo que se abre y se cierra, un trapo enjuagado, tus rodillas en el suelo. Oigo: el eco de la pregunta en tu cabeza.
En mitad de la noche me reconozco en las cortinas de encaje blanco, en las nubes nebulosas del papel pintado, en la estantería que sobre mi cabeza esconde los secretos de mi hermana mayor. Siento el espacio que ocupo en esta oscuridad, entre estas sábanas que huelen a suavizante y que arropan mi niñez como lo hace el sonido de tu vigilia. Estás despierta. Estás despierta. No me pasará nada.
Sucede que ahora estoy aquí. Es otra cocina, otra lavadora, otras aguas las que giran en esta noche en la que ingiero trozos de planetas. Reúno mis fragmentos y los compongo a través de ti y de tu nombre. Te llamo ama, 'madre' en este idioma que a veces nos mece.
Sin embargo, eres otra cosa.
Eres algo más que una combinación de letras heredadas por tenerme, más que tres comidas diarias y una cama segura y limpia, siempre limpia. Eres la niña que fuma en la foto y que me miente cuando le pregunto si el cigarrillo es de verdad; la carcajada ajena a mí en la sobremesa -¿de qué podías reírte si no era conmigo?-; los libros que no pudiste leer, los discos de vinilo que nunca más sonaron. Eres todo lo que imaginabas que serías, aunque acabaras por no serlo; todas tus renuncias. Las cosas no dichas que se tornan pájaros -y no pueden volar-.
Te veo en estas horas insomnes que ahora me pertenecen. Tu silueta se bifurca y no eres una: eres tres, cuatro, cinco. Y paso de puntillas al lado de este nuevo tú caleidoscópico como paso entre las cosas que no me pertenecen. Porque eres madre -mía-, pero eres mujer, mujer trabajadora, mujer que resiste, mujer que fue hija que soñó. Las madres no olvidamos, aunque nos olviden.
En su ensayo de 1929 Las mujeres y la narrativa de ficción*, Virginia Woolf escribe: «¿Qué queda de nuestras madres, nuestras abuelas, nuestras bisabuelas? Nada, salvo cierta tradición. Una era bella, otra pelirroja, y la otra recibió un saludo de la reina. Nada sabemos de ellas, salvo sus nombres, el día de su matrimonio y los hijos que dieron a luz». Quizá algún plato que bordaban.
La maternidad es un rito de paso. Y se queman los puentes.
Mi hijo duerme en el piso de arriba. Enjuago el trapo y froto el suelo de rodillas. Me hago preguntas que no sé responder. Y te escribo. Sé que conoces la madrugada mejor que yo. A mil kilómetros me preguntas si no duermo sin plantearte que tú tampoco. Y me invitas a descansar, "que el niño se despierta en nada" y me envías emojis que lanzan besos y corazones que se estrellan en la pantalla.
Dos, tres segundos después me abandono al sueño yo, mujer, madre, niña.
Y una vez más, me dejo sostener por tu noche velada.
* Ensayo recogido en el libro Matar al ángel del hogar de la editorial Carpen Noctem con un acertadísimo prólogo de Luna Miguel.