El mundo está lleno de caraduras y de auténticos cretinos dispuestos a comprarles la moto. Por supuesto estos últimos son mucho más peligrosos que el peor de los bandidos, tal y como formuló Carlo Maria Cipolla, el profesor de Economía quien, con mucha sorna, elaboró una divertidísima teoría de la estupidez humana y sus cinco reglas.
Il signor Tullio Masoni es uno de estos caraduras. El muy zafio presume de ser el propietario del viñedo más pequeño del mundo. Via Maria 10, que es cómo se llama, está en la ciudad italiana de Reggio Emilia, concretamente en la azotea de un edificio de esta localidad. En total, 18,6 metros cuadrados de viñedos de uva sangiovese que producen 29 botellas de vino tinto cada vendimia. No lo he probado, pero me jugaría mis atributos masculinos a que es una auténtica porquería.
Según ha explicado Masoni y ha recogido la muy dilecta CNN, su vino «es una forma de expresión artística, una provocación filosófica, algo para tener en la sala de tu casa para que puedas conversar sobre él con tus amigos y contarles acerca del lunático que puso un viñedo en su azotea».
Siempre de acuerdo con la CNN, las vides «se alimentan (sic) con huevos, plátanos, algas y excrementos de ruiseñor». ¿Quién querría beber un vino hecho con estos mimbres? Pues un estúpido, por supuesto.
Pero si es usted un cretino y se cree las estupideces de Masoni, debo decirle dos cosas. La primera es que se aparte de mi camino, por favor. Bueno, sin el por favor también. Y la segunda es que no podrá comprar una de esas 29 botellas por internet, lo siento. Tendrá que ir hasta Reggio Emilia e ir a la galería de arte donde las venden a —ojo cuidado— 5.000 dólares el ejemplar, que —déjeme que se lo diga clarito— si los paga aún lo convertirán en más estúpido de lo que ya es.
La cadena estadounidense no informa de si Masoni consigue vender cada año todas las botellas. Yo de acuerdo con la primera regla de la estupidez de Cipolla apuesto a que seguro que sí. La primera es aquella que dice que «siempre, e inevitablemente, todo el mundo infravalora el número de estúpidos en circulación». Los estúpidos, por desgracia, son legión y nos tienen rodeados.
Eso sí, los caraduras, a diferencia de los cretinos, no son estúpidos y por eso Masoni dice que no hay que beberse su vino —faltaría más—, y que hay que tratar sus botellas como obras de arte, por lo que no deben ser abiertas ni bebidas. Eso no le impide, claro, ofrecer una nota de cata [las cursivas son mías]: «Al primer sorbo te quedas muy perplejo [normal después de haber pagado 5.000 pavos por una bazofia de vino, ni aunque no lo fuera], pero a los pocos segundos algo cobra vida en tu paladar [¿será la caca de ruiseñor?] que te abre la mente a una nueva dimensión [esperemos que sea que te des cuenta, por fin, de que te han tomado el pelo y de que eres irremediablemente estúpido]».
Dicho y explicado todo esto, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. A fin de cuentas, y como dice la segunda regla de Cipolla, «la probabilidad de que determinada persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica». O sea que los estúpidos no solo son muchos, sino que además se reparten por igual entre todos los estratos sociales y todas las profesiones. Mire a su lado. Quizás esa persona es estúpida —¡huya!— o quizás lo sea usted —¡ni se me acerque!— o quizás lo sea yo.
Quiero decir con esto, que a quién no se le ha quedado cara de tonto alguna vez cuando en un restaurante le han cobrado un precio exorbitado por una botella de vino mediocre o por un maridaje de medio pelo, con la excusa —nunca sin llegar al extremo de Tulio Masoni— más peregrina. Y quién no se ha sentido absolutamente anonadado ante una nota de cata hecha por un sommelier de esos que —como dice mi amigo Oscar Soneira— deben tener un espectómetro en el paladar o, de lo contrario, no se entiende.
Y a pesar de todo, tragamos y aceptamos sin rechistar lo uno y lo otro. Por eso, recuerden siempre la quinta y última regla de Cipolla: «Una persona estúpida es lo más peligroso. Corolario: una persona estúpida es más peligrosa que un bandido».