Hace unos días fallecía, al borde de cumplir los 80 años, Steven Spurrier. Murió en paz en Bride Valley, la bodega en la que había transformado la granja de la familia de su esposa, Arabella Ann Lawson, en el muy british condado de Dorset. Quizás a la mayoría de ustedes este nombre no les diga nada. Tampoco les ayudará mucho, tal vez, si les cuento que está considerado uno de los miembros de la llamada revolución del vino espumoso británico. Cómo nos gusta hablar de revoluciones sin ton ni son, la verdad, cuando la mayor parte de las veces la casualidad y el azar juegan un papel mucho más importante que la voluntad transformadora -acaso revolucionaria- de nadie.
Jorge Guitián escribía esto aquí mismo no hace tanto: "Incluso los platos que consideramos más característicos de una cocina nacen del intercambio y de una serie de casualidades históricas. Una cocina, una gastronomía, no es más que la suma de esos encuentros más o menos fortuitos".
También Spurrier descubrió el vino por casualidad, cuando con 13 años su padre le hizo probar un oporto Cockburn de 1908 y quedó fascinado. Siempre contaba que ese era el mejor vino que había bebido en su vida. No me creo que fuera el mejor, pero sí que a él se lo pareciera para los restos. A esa edad, a duras penas hemos aprendido a abrocharnos los cordones de los zapatos, pero es muy humano ideliazar personas, lugares y, cómo no, recuerdos. Creamos imágenes, estereotipos y lugares comunes que asumimos como verdades inamovibles con suma facilidad.
A pesar de que su uva preferida era la sangiovese y moría por el chianti classico, en la bodega personal de Steven Spurrier se arracimaban los burdeos y borgoñas. No en vano, a principios de los 70 había abierto una pequeña tienda de vinos en París, Les Caves de la Madeleine, en un pasaje de la rue Royal, junto con su compatriota Patricia Gallagher. Además, ambos habían puesto en marcha la Académie du Vin, la primera escuela privada de Francia dedicada al mundo del vino.
Quiso la casualidad, que Spurrier buscara solo una manera de promocionar sus negocios y decidiera, de la forma más inocente, organizar una cata concurso a ciegas entre vinos franceses y vinos californianos. La fecha, mayo de 1976, jugó sus cartas en la elección de los vinos: se celebraba el 200 aniversario de la independencia de Estados Unidos, en la que Francia también había tenido un papel.
Todo se organizó con la improvisación típica de los que después consideramos los grandes acontecimientos de nuestra vida. Planear las cosas con esmero no siempre es garantía de éxito y las consecuencias de dejar las cosas al azar son ricas, imprevisibles y emocionantes. Les voy ahorrar los detalles, pero toda esta suerte de casualidades acabó siendo uno de los hechos de mayor impacto en la historia del vino mundial. Como se dice ahora, cambió la conversación, la mirada y alguna cosa más sobre la percepción del mundo del vino y concretamente del hecho en Francia.
Fue lo que se ha conocido como el Juicio de París, cuando vinos californianos de menos de siete dólares la botella derrotaron a vinos franceses de cientos de euros, gracias al veredicto de un jurado formado enteramente por personajes insignes de la gastronomía y enología galas, y nuestro héroe: Steven Spurrier.
Yo descubrí a Spurrier por casualidad, entre las páginas de una biografía sobre Robert McDowell Parker Jr., sin duda uno de los grandes beneficiados de la ocurrencia del británico y su socia, solo gracias al azar de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Por cierto, al evento solo acudió un periodista -el corresponsal de Time en París- por lo que Spurrier, de entrada, no consiguió la publicidad que buscaba.
George McCaffrey Taber -así se llamaba el periodista- terminó escribiendo un libro. El único que existe sobre ese 24 de mayo de 1976, más allá de lo que cuenta el propio Spurrier en sus memorias. Y así, una cosa me llevó a otra, y descubrí una historia fascinante sobre inmigrantes italianos y centroeuropeos de apellidos terminados en -ki, que levantaron desde casi la nada toda una industria.
Del lado de los perdedores, me conmovió lo que sucedió con Aubert de Villaine, copropietario de la mítica Domaine de la Romanée-Conti, vilipendiado por sus compatriotas borgoñones y redimido años más tarde cuando logró que sus climats fueran considerados patrimonio de la humanidad por la Unesco.
Y todo esto, gracias a un padre que le da a probar a su hijo de 13 años, como quien no quiere la cosa, una copa de vino de oporto. Sin esa copa, a lo mejor hubiéramos descubierto igualmente los vinos de Napa Valley y Parker se hubiera convertido de todas formas en el gran hacedor de añadas -¡qué gran paradoja!- de vinos franceses. Probablemente sí, pero seguro que la historia hubiera sido muy distinta.