El otro día, mientras me comía una tortilla —que cantaban los ángeles— de espinacas con espinacas frescas de las de verdad y el huevo no muy cuajado, alguien me explicaba que en el restaurante Estimar de Madrid hacen una tortilla con caviar y percebes. Busqué alguna foto en la red y vi que se trata de una de estas tortillas que llaman vagas o abiertas. La encontré, efectivamente, con caviar y percebes, y también otra versión con caviar, percebes y erizos. Eso, en mi modesta opinión, es sacarse la chorra, no una tortilla. Un sujétame el cubata de manual.
De entrada, tanta acumulación de productazo me parece un despropósito y una horterada. Lo digo, claro, sin haberla probado, y sin demasiadas probabilidades de poder hacerlo porque, aunque no he encontrado el precio, viendo la cantidad de caviar que lleva eso, me puedo imaginar que está fuera de las posibilidades de mi cuenta corriente. La pregunta, entonces, es si una vez despejada la incógnita económica, y si no fuera pobre como una rata, pediría esa tortilla.
La respuesta, si quiero ser honesto, es que —por un lado— cuando se tiene mucho dinero es más fácil gastarlo en según qué cosas, en lo que usualmente se conoce como caprichos. Y por el otro, como tengo curiosidad gastronómica, es más que posible que me animara a ver qué tal. Pero seguiría pensando lo mismo: que es un despropósito y una horterada por muy buena que pueda llegar a estar. Bueno, sí está buena lo pensaría menos, por qué nos vamos a engañar.
Hace más o menos una década hubo una andanada de platos giga caros que básicamente consistían en la acumulación de ingredientes mega caros, a los que en algunos casos se les añadía incluso oro. Para el recuerdo, la copa de helado del Serendipity de Nueva York —famoso por haber salido en Sexo en Nueva York— a 1.000 dólares, una pizza al mismo precio con cuatro tipos diferentes de caviar, langosta y crema de leche o los más modestos 110 dólares que se pedían por un bol de noodles en el restaurante Fujimaki Gekijyo de Tokyo.
Si a alguien se le pasa por la cabeza crear todas estas delicatessen o una tortilla bien de caviar es porque o bien busca publicidad —cosa que estoy seguro que Estimar no necesita— o bien porque sabe perfectamente que toda oferta tiene su demanda y que las va a colocar. Y por supuesto, no hay nada de malo ni en lo uno ni en lo otro.
A ver, a mi me gustan el caviar, los percebes, los erizos, las gambas, la langosta, la trufa, el foie... Pero personalmente creo que se disfrutan mejor por separado o en combinaciones de no más de dos de ellos a la vez. Tres ya me parece un exabrupto. Hay quien dice que hay que ser muy animal para cagarla cocinando con estos mimbres, pero yo pienso que, al contrario, si el cocinero no tiene muy buena mano y no controla muy bien las cantidades, la cosa puede terminar en desastre. Estamos ante productos de sabores intensos que pueden terminar por solaparse los unos con los otros si no se mezclan con mesura. A veces menos es más, lo que no quita que disfrute como un cochino cuando puedo ir a DiverXO y comer esos platos con veinticinco ingredientes que salen del paladar privilegiado de Dabiz Muñoz. Pero eso es algo al alcance de pocos cocineros.
Y del lado del comensal, para mi no hay duda que zamparse una tortilla como esta está más del lado de lo demostrativo y el exhibicionismo que del gastronómico. Es un hedonismo mal entendido, por civilizar. Y eso aún me interesa menos. Es como el que exhibe en las redes sociales el pequeño accidente que ha tenido en una rotonda con su coche, como quien no quiere la cosa, y ves que el automóvil en cuestión es un Maserati.
La tortilla me parece uno de los mejores inventos de la humanidad. Todo es tortilleable. Personalmente me encanta la de ajos tiernos, a veces con un poco de bacalao, la de sobrasada de Els Casals o la de jamón que me devuelve a mi infancia. De todas formas, la de espinacas del otro día ya forma parte de mi olimpo tortilleril. Ahora la probaré con nuez moscada, que me han dicho que ya es el top de los top.