Mi suegra huye de la cocina. No es una de esas mujeres que revolotea alrededor de su nuera dando lecciones que nacen de la preocupación de que su hijo y su nieto estén bien alimentados. Nada de esa “suficiencia maternal” que describe Paloma Díaz-Mas en su bellísimo libro El pan que como acerca de la tradición oral en el ámbito doméstico. En contadas ocasiones se ha asomado a mis ollas y si lo ha hecho, ha sido desde la curiosidad. Cierto es que también sabe que puedo arder. Y mi suegra también huye del fuego.
A mi madre tampoco le gusta cocinar, aunque lo hace muy bien. Se llama Encarni. Como mi suegra. Las diferenciamos en casa refiriéndonos a ellas como Encarni Norte y Encarni Sur. Encarni Norte, la mía, más de una vez me dijo que me abriera una lata de aceitunas si tenía hambre. Es una anécdota familiar, pero la realidad es que esa mujer se levantaba al alba, cruzaba la mañana gris de un pueblo gris para llegar a un taller gris donde le esperaban una máquina de escribir, cifras que se hacían llamar pesetas y centenares de piezas de hierro fundido en las más gélidas vascongadas que había que pintar para darle un poco de color a todo aquello.
“Ábrete una lata de aceitunas”. Qué otra cosa me iba a decir Encarni Norte a la hora de la cena, bajo coladas y descosidos, entre una niña y una adolescente y un padre precozmente viudo que envejece y que (des)ayuda con torpeza.
“Ábrete una lata de aceitunas. No me queda día (vida) por delante”.
Pienso en aquella película de Chantal Akerman, Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, en la que el día de la protagonista es un viajar de un huso horario a otro dentro de un mismo piso. A cada huso le pertenece una rutina doméstica y todos ellos componen los barrotes de una jaula que de pronto se hace visible para ella y para todas nosotras.
A tiempo real empana unos filetes: la vemos batir el huevo, esparcir la harina en la mesa, echar el pan rallado sobre un plato y rebozar la carne. Durante tres minutos pela una a una las patatas y la cámara asiste impasible a ese tour de force. Como en la vida real, las rutinas no entienden de elipsis.
En nuestro imaginario están las recetas de letra calculada que sonrientes Cármenes, Anuncias y Jesusas con delantal heredan y atesoran y vuelven a legar. En nuestro imaginario. En la vida real ese recetario era una agenda reciclada -qué más da el año, todos los días son iguales- que pertenecía a mujeres que siempre olían a cebolla, que cocinaban sin la poética que les atribuimos. Lo hacían porque tenían que hacerlo y porque es lo que se esperaba de ellas. Invisibles hasta que faltaba el plato de comida en la mesa.
Conozco a mujeres como Encarni Norte y Encarni Sur a las que no les gusta cocinar, para las que el que sus vástagos hayamos abandonado el nido también ha supuesto abrir esa puertecita diminuta de alambre y alzar el vuelo o al menos intentarlo, porque además, como escribió Simone de Beauvoir, “les cortamos las alas y lamentamos que no sepan volar”. Son mujeres que guisan, asan y fríen cuando se acuerdan de que son ellas las que tienen hambre.
“…Tiene muy poco apetito porque no hay nadie a quien dar de comer aparte de ella” relata Chantal Akerman en Una familia en Bruselas (Tránsito Ed.), “no tiene apetito pero cuando su hija le dice por teléfono ahora te tengo que dejar porque voy a hacer de comer entonces ella se apaña también una sopa o un huevo frito o un pedazo de arenque”. Y me imagino a mi madre que vive sola y que ya no tiene bocas -sí corazones- que alimentar percatándose de su vacío de estómago al contarle yo, también madre, lo que estoy preparando de cenar para D. y para O. y quizá también para mí. Y coge una lata de aceitunas de su despensa frugal porque es lo que a ella le apetece y siempre le apeteció. Eso sí, con un currusco de pan que ahora, por fin, le pertenece.