Existen tres tipos de biografías: las que parten de lo universal, las que parten de lo particular y las de la Larousse Gastronomique. Las primeras son aquellas con afán enciclopédico: orden y meritocracia. Son informativas y nos posicionan como sujetos pasivos. Las segundas no se ciñen al seis y al cuatro, sino a toda una constelación de pequeños puntos que nosotros como lectores activos debemos unir para desvelar el retrato. Y luego tenemos el vademécum galo, que por su manera de definir a ciertas profesionales de la cocina, acaba autorretratándose.
Esta semana he buscado en la Larousse a Luisa Valazza (Italia, 1950), matriarca del piamontés Al Soriso. Dice así su entrada: "cocinera italiana. Es una completa autodidacta. Se enfrentó a los fogones en 1980 para complacer a su marido, Angelo, puesto que al instalarse ambos en su pueblo natal, no disponían de recursos para pagar a un chef". Cuatro líneas más tarde, después de explicarnos la trayectoria de su marido, se revela que es diplomada en literatura italiana. Siguen datos del restaurante y de los platos que allí ofrecen. Fin. Ni rastro de las tres estrellas que su restaurante ha llegado a ostentar. En la historia, menos de quince mujeres han visto refulgir el máximo galardón en su restaurante; en Italia, solo dos. Quizá debería prevalecer tal logro a si complació o no a su marido.
Hay publicaciones muertas que hablan de vivos y publicaciones muy vivas que hablan de muertos. Es el caso de The New York Times, que días atrás reportó el fallecimiento de Lady Elizabeth Anson, organizadora de fiestas de la casa real británica y de celebridades. La periodista Penelope Green compone una biografía impregnada de humor inglés, en la que cuenta que siempre sentaba a los aburridos juntos, de esta manera la fiesta tenía más puntos de ser un éxito y los sosos nunca lo notaban. También explica por qué se metió a la reina en su bolsillo, y que jugó toda la vida a la lotería, aunque nunca ganó. Otra deliciosa imagen que me llevo de Lady Elizabeth es que disparaba a trote y moche sobre los manteles con una pistola que ella misma diseñó...cargada de esencia de gardenia.
La sección necrológica de The New York Times es la mayor escuela para aprender a elaborar perfiles. Al menos es la mía. Son un híbrido entre las biografías que parten de lo universal y las que se alimentan de lo particular, a medio camino de lo enciclopédico y lo memorialístico. Cuando parecía que ya nada podía mejorar, dieron una paradigmática lección de humildad con su proyecto Overlooked, que desde 2018 se ocupa de rendir cuentas con aquellas personalidades cuya vida y obra no fueron valoradas en el momento de su defunción. De esta manera, grandes e ignoradas profesionales de la cocina, la gastronomía y el activismo alimentario tienen por fin su obituario oficial en el periódico más importante de occidente, como es el caso de Isabelle Kelley, que ideó el sistema de cupones alimentarios; Fannie Farmer, economista doméstica que reformuló las recetas; o Ruth Wakefield, que creó las galletas con pepitas de chocolate que comemos a escondidas.
Como lectora, oyente y alumna eterna, con frecuencia acudo a los perfiles compuestos por Silvia Cruz Lapeña y Domingo Marchena, plumas púgiles de vidas en los márgenes. Nado en revistas dispares como Altaïr y Panenka, que me recuerdan que ningún tema o detalle son nimios para lograr empatizar con alguien. Recupero a menudo Pasajes de la historia, del mayúsculo Juan Antonio Cebrián, para confirmar que el contexto dota de zapatos al retratado. Y por supuesto tengo presente el herstory heredado de Rosa Montero y Gemma Moliner.
En una entrevista reciente, Andrés Trapiello afirma que "no hay vidas más importantes que otras, hay vidas bien o mal contadas". Su aforismo desvela algo en lo que creo: contar una vida es toda una responsabilidad. Si el relato es suficientemente goloso, abrirá el apetito para indagar en el trabajo del referido o, simplemente, para que su paso por el mundo perdure más, que no es baladí. De lo contrario, nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto.