En cierta ocasión, el filósofo hedonista Aristipo salía por la puerta de un palacio tras haber disfrutado de un suculento banquete, cuando se encontró con su colega cínico Diógenes lavando verduras silvestres en una fuente:
—Si sirvieras a las cortes de los tiranos, no necesitarías comer esa porquería —le dijo.
—Si comieras de esta porquería —le respondió Diógenes—, no necesitarías servir a ningún tirano.
En Aristipo y Diógenes tenemos encarnadas no solo dos maneras de comer; son, sobre todo, dos maneras de vivir. En la antigüedad existía una conexión entre filosofía y vida. Filosofar era un pensar la vida y vivir coherentemente con esa vida pensada. Las diferentes escuelas no solo examinaron la vida: además “vivían filosóficamente”. Ser hedonista, epicúreo o cínico significaba vivir como hedonista, epicúreo o cínico. La filosofía nació siendo una practica popular sobre la que los especialistas construyeron un discurso a posteriori. A veces, cometemos el error de confundir y reducir la filosofía al discurso del especialista. Pero como ocurre en la cocina, el discurso gastronómico no es el arte culinario.
Plutarco nos advierte que la mayoría de la gente imagina que la filosofía consiste en discutir desde lo alto de una cátedra y profesar cursos sobre textos. Pero lo que no llegan a comprender es que la filosofía es una forma de vida. La figura de Sócrates la encarna a la perfección. Fue el primero en mostrar que, en todo tiempo y en todo lugar, la vida cotidiana da la posibilidad de filosofar, es decir de examinar la vida junto a otros, analizar detenidamente si la manera en que vivimos (tanto en lo personal como en lo comunitario) es la mejor, y someter a análisis la opinión mayoritaria. Sócrates no daba conferencias, ni impartía clases; no tenía un horario fijo para dialogar con los que querían practicar la filosofía, sino que bromeando con ellos, paseando, comiendo y bebiendo, yendo al ágora, al mercado o al gimnasio, los examinaba y los cuestionaba.
Sócrates descubrió que lo único realmente bueno para un ser humano es la virtud y que todas las demás cosas buenas son irrelevantes para una buena vida. Un buen vino y una buena mesa no se deben despreciar, pero hay que ser consciente de que no garantizan que, al final de nuestros días, podamos afirmar como Wittgenstein aquello de «dígales que mi vida ha sido maravillosa». No vaya a ser que terminemos vendiendo nuestra dignidad por un buen vino y una buena mesa: entre bocado y sorbo, quizás nos venga bien leer algún fragmento de la Apología de Sócrates para recordarnos qué es la virtud, la integridad, el bien, el valor, el autodominio y la belleza. Confundimos los bienes exteriores con los interiores. Tener un buen coche no me hace un buen hombre. Identificarse con un coche es tan absurdo como identificarse con una lavadora. Muy al contrario, a lo que deberíamos aspirar es a ir atesorando los bienes interiores de los que Sócrates iba sobrado. De entre todas esas virtudes, los cínicos destacaban la enkrateia: la soberanía sobre uno mismo que destrona a todo tirano. Si kratos significa poder, enkrateia hace referencia al gobierno sobre uno mismo que nos hace abandonar el estado de sujetados para convertirnos en sujetos. La enkrateia del cínico es la fuente de todas las otras virtudes. Su opuesto es la akrasia, la incapacidad para sostener las riendas de nuestra existencia, un estado infantil de irracionalidad que supone una debilidad de la voluntad que, a sabiendas, abandona la prudencia y cede ante un impulso aun cuando entiende que no será bueno. El cínico es soberano porque no tiene necesidades, porque se pertenece, porque se posee a sí mismo, porque se complace consigo mismo y porque encuentra en sí el fundamento para su felicidad.
Cuentan las historias que el joven Alejandro de Macedonia buscó un día a Diógenes porque quería conocer cómo era a aquel que competía con él en fama. Se encontró al cínico tumbado, en una posición indecorosa, tomando el sol. El joven, queriendo ganarse el favor del filósofo, le pidió que formulase un deseo para que su rey pudiera satisfacerlo. A lo que el filósofo contestó: «No me tapes el sol». Tras estas palabras, Alejandro comprendió que aquel viejo mendigo harapiento era el verdadero rey de todos los hombres, y que de no haber sido Alejandro, hubiese querido ser Diógenes. El filósofo evidenció su superioridad frente al tirano. Mientras Alejandro era esclavo de su codicia de gloria y honor, Diógenes vivía libre de toda ambición y ejercía un poder absoluto sobre sus pasiones. El emperador gobierna a los hombres, pero es incapaz de gobernarse a sí mismo. El filósofo no manda sobre nadie, pero no conoce amo ni dueño.
En el banquete cínico se degustan y se catan los sabores y los aromas de la libertad. El filósofo cínico desata un alegre salvajismo para eludir la tristeza de vivir domesticado; elige la naturaleza frente a la civilización, la dura sencillez a la complejidad del confort, lo carnal a lo platónico, lo dionisíaco a lo apolíneo, la realidad al sueño, la mortalidad a la inmortalidad, el regalo del agua del arroyo a los caros vinos de Lesbos; unos pocos higos a la sombra del ciprés al banquete a la sombra del tirano.
El banquete de los cínicos es una divertida obra atribuida a un tal Parmenisco que narra cómo un grupo de filósofos de esta escuela fundada por Antístenes, el discípulo predilecto de Sócrates, decide organizar una de las ceremonias religiosas más importantes, saltándose todo el sacrosanto protocolo impuesto por la tradición griega. Estos sabios punkarras deciden organizar el festín en honor al dios Dioniso siguiendo los principios del cinismo. El banquete se reduce a su acostumbrada comida de lentejas. En este contracultural y contraoficial banquete los comensales ríen y disfrutan de un humilde pote de lentejas mientras discuten con sorna sobre el agua de qué fuente pública maridaría mejor con el suculento manjar. Estos comensales despeinados saben que el verdadero placer no se encuentra en los platos refinados ni en los vinos caros. Para un cínico, es mejor aprender a disfrutar de una sopa de lentejas que conocer el temor y la ansiedad, precio que se paga por comer en la condimentada mesa del tirano.
Eduardo Infante (@eledututor), autor de No me tapes el Sol, nació en Huelva en 1977, pero lleva media vida residiendo en Gijón. Licenciado en Humanidades, enseña Filosofía en bachillerato con métodos nada convencionales: narra la muerte de Sócrates en un juzgado, explica Aristóteles paseando por el parque, invita a practicar el cinismo en las calles comerciales y nos cuestiona con sus #FiloRetos en las redes sociales con el fin de invitarnos a pensar la vida y vivir el pensamiento. Su perro se llama Nietzsche.