Desde Órzola, al norte de la isla canaria de Lanzarote, se toma un ferry que cada día transporta cientos de personas hacia un paraíso de aguas transparentes, playas solitarias y paisaje desértico: La Graciosa. Desde 2018 es considerada la octava isla, pero 23 años atrás —la primera vez que la visité— era tan solo un humilde y bello asentamiento de pescadores con apenas una venta donde comprar y algún sitio donde comer al que llamaban “islote”. Parecía una perla conservada para la que César Manrique creó el Mirador del Río, desde el que se puede ver entre las nieblas del ensueño. Explorarla era una aventura para algunos y dormir en ella una experiencia para muy pocos.
Ahora las calles de arena de Caleta de Sebo —donde llega el ferry— se han poblado de edificaciones para el alquiler turístico y de restaurantes. Sin embargo, en un día de agosto como hoy en el que pueden haber llegado a una población de 700 habitantes el doble de visitantes (la isla antes de la pandemia recibía a más de 500.000 personas al año y en este momento ya supera las 300.000) son escasos para tal demanda, que suele concentrarse en estos meses de verano.
La Graciosa es también un paraíso marino y su población siempre se ha alimentado de lo que le ha ofrecido el mar. Sus cocineras han conseguido la magia de los platos con pocos ingredientes. Pero esta es época del ensueño de abundancia y en su ferry no solo viajan los pasajeros sino también los víveres que se venden en los supermercados de la isla (uno de ellos tan bien surtido que al entrar tengo la impresión de viajar hasta una gran ciudad europea excepto porque la compra termina en una bolsa de plástico que me pregunto cómo viajará en otro barco de vuelta para ser reciclada).
Esta tarde en el puerto asisto al desembarco de cajas y cajas de poliespán cuyos envoltorios no tan fáciles de reciclar anuncian gambas y langostinos de otros mares. Son para uno de sus restaurantes. Y es que los arroces de mariscos son bien populares entre los visitantes, pese a que en Canarias apenas hay, debido a la falta de placa continental. La mayor parte de las especies están protegidas y entre los que se pueden consumir, las lapas y los burgados son considerados las joyas. Sin embargo, las cartas de sus restaurantes no ofrecen arroz con lapas. Su textura resulta complicada para quienes no tienen por costumbre la aridez, como lo son también la carne de cabra o el gofio. Sin embargo, estos sabores forman parte de la identidad de un pueblo, de su paisaje y de su cultura, y esa nota de supervivencia en un espacio primigenio persiste en nuestros vinos y en muchas de nuestras recetas que combinan dos o tres elementos para conseguir la suculencia. Ese es el caso del emblema en La Graciosa, el caldo de pescado. Un plato en el que solo papas (canarias, claro) y pescado (fresco y de la Cofradía de la Isla, se entiende) cocidos con un sofrito se convierten en la exquisitez de la bullabesa marsellesa pero con la personalidad única canaria. Las papas humeantes se comen con el pescado intercalando cucharadas de gofio hecho en escaldón.
Después de esperar sentada mi turno para coger mesa en uno de los restaurantes me encuentro entre los arroces caldosos y paellas un caldo de pescado. Casi aplaudo y lo pido de inmediato, pero… es solo por encargo. En otro restaurante, el propio camarero me quita la idea de pedirlo “tarda 45 minutos en llegar a la mesa”. Y es que ni clientes ni hosteleros disfrutan con esta aglomeración.
Pese a todo, quise vivir la experiencia de dormir en esta pequeña isla, que me gustaría imaginar como si fuera el comienzo de una nueva con una construcción racional, una red de saneamiento adecuada que preserve sus aguas marinas, autosuficiente energéticamente, comiendo cada día cultura y progresando en paz. En Caleta de Sebo —la población donde se encuentra el puerto (hay otro asentamiento en la isla llamado Pedro Barba)— encuentro un apartamento en alquiler. Dan la bienvenida con una botella de vino. Ya sueño con el sabor en mis labios de un vino de malvasía de Lanzarote mientras disfruto del atardecer. Pero no, la botella no es de vino local, sino de un magnífico reserva de Ribera de Duero y el atardecer se convierte en una fiesta a la que no quiero asistir y que se prolonga hasta el amanecer.
El artista y conservacionista lanzaroteño César Manrique lo dijo en una de sus entrevistas: “El mayor negocio de un país es la cultura de su pueblo”. Y en estos días no he dejado de pensar en ello, porque no solo la arquitectura, la música o la literatura son cultura, también lo es la gastronomía a través de la que además se consigue conservar el tejido agrícola, pesquero y ganadero. Y solo en la conservación y en el patrimonio cultural está el negocio y el futuro.