Pedaleando por un carril bici, un grupo de palomas se negaba a dejar paso por muchos silbidos que les propiné y por mucho que me acerqué. Las sorteé. A mi vuelta, por el mismo tramo, encontré un hueso de ave —no alcancé a ver de qué animal, pero seguramente era de pollo— recién roído. Las palomas ya no estaban. Al día siguiente, unas hormigas rellenaban el espacio donde había habido carne en otro hueso de pollo, en otro lugar, en un callejón de mi ciudad.
Pasaron otras 24 horas, más o menos, y mi gata cazó una hembra de gorrión y la mató sin querer. No lo estoy edulcorando. Esto ha ocurrido otras veces con otro desenlace y ha ocurrido así: escondida bajo un saco de yute en nuestra terraza, espera al acecho de un gorrión despistado y lo caza hábilmente, sin hincarle el diente, y baja las escaleras hasta el comedor sosteniéndolo cuidadosamente en la boca para soltarlo intacto dentro de un largo tubo de tela y verlo volar en cautividad, de nuevo cazarlo allí mismo o, mejor aún, permitir que escape y revolotee por el comedor para tener un nuevo escenario de caza de mentiras, puesto que ningún gorrión había estirado la patita entre nosotras. Esta vez un fino rastro de sangre manchó las escaleras y las baldosas del comedor. Rescaté al pajarillo asustado entre las quejas y lamentos de mi gata, que se quedaba sin su juguete interactivo preferido, y vi que en el ataque había perdido el ojo, que ahora era un pequeño pozo rojo. No sobrevivió. Un día más tarde, al volver a casa, encontré sangre en la escalera hacia el segundo piso. En las siguientes cuatro semanas, volví a encontrarla dos veces más. Ni rastro de posibles presas. La sangre era de la cazadora.
Tanta sangre y tantos huesos solamente podrían indicar una cosa si en esta columna creyéramos en los malos presagios: que la muerte estaba cerca. A los guionistas que dejaron estas señales les aplaudiremos porque narrativamente encajaron todas y hasta causaron cierta hilaridad porque no, en esta columna no creemos en los malos presagios —¿verdad?—. Sin embargo, la muerte cuando llega, avisando o sin avisar, es un hecho innegable y definitivo y es también otros adjetivos manidos que no vale la pena apuntar ahora.
La muerte llegó a mi familia: primero, como un trueno que suena lejano y que se llevó a un familiar también lejano para mí. Unas horas antes de su entierro, al que acudiría con su prima, es decir, mi madre, tras un día largo e intenso y una noche en duermevela, hice algo que nunca había hecho tras dejar a mi gata en el veterinario: me senté en un bar donde jamás había recalado a pesar de que probablemente sea el bar que más he visto desde fuera en toda mi vida. En pleno agosto, con mi panadería de confianza cerrada pero con ganas de comer pan, pensé en pedir algo que ya hace años que tampoco suelo desayunar: un bocadillo de jamón.
Desayunar fuera de casa es algo que me cuesta, quizás por aquello que decía Freud de que hasta que no se corta el ayuno no se abandona del todo el sueño. No podría estar más de acuerdo. La vida es algo distinta en ayunas, las percepciones son otras y creo que hasta los deseos fluyen de maneras inusitadas. Pero aquel día, con el entierro por delante y la perspectiva de un diagnóstico funesto para mi gata por detrás, había salido de casa en ayunas y el ayuno —o la muerte que se cernía sobre aquel día— me hicieron pensar en desayunar en aquel lugar tan nuevo para mí y a la vez tan viejo, en su terraza, justo delante de la iglesia por la que entraría y saldría un cadáver en las próximas horas. Me tentó la idea de verlo llegar mientras el sabor del jamón me envolvía la boca por dentro y los labios por fuera, porque siendo yo la atea que soy, aquello realmente no significaba nada. Sin embargo, el lazo familiar hizo que sintiera algo de pudor y culpa, y afortunadamente me fui para casa antes de que nadie conocido me viera barruntar todo esto mientras el hielo dentro del vaso iba llorando su frío sobre mi café.
En el banco de primera fila, no podía dejar de mirar un macetero que sostenía tres plantas de plástico. "Ya se lo podría currar más este cura", pensé. "¿Qué costará regar cuatro plantas en tu lugar de trabajo?", me puse retórica. Quizás era mejor que la iglesia no estuviera demasiado bonita para que lo estético no atrajera a tantas personas al adoctrinamiento, concluí. La misa me pareció un sermón, a pesar de que este señor con bata rompe la media de edad de su gremio y quiere ser cercano y dejarse de monsergas. Pero yo no podía parar de mirar los pies del macetero, cada uno con una sonriente cara felina tallada en la piedra, pensando en que a mi gata le estaban metiendo una cámara por la nariz —y encontrando la masa que le hacía sangrar de vez en cuando, como me explicaría más tarde su veterinario.
Es la tercera vez que se repite: en esta columna no creemos en los presagios. Y sin embargo estos sucesos ordenados serán tomados por alguien como una verdad revelada a través de señales de la misma índole. Sea como sea, unos y otros no hubiéramos podido hacer nada más que algo que ya hacemos todos, o lo intentamos: prepararnos para la vida, para sus idas y venidas. Pero lo que de verdad me inquieta es pensar que ante señales irrefutables, ante hechos empíricos, ante verdades científicas como las de que el planeta se calienta sin cesar, que nuestra propia contaminación nos ahoga y nos enferma por el aire y por el agua y por la tierra, que nos quemamos y nos quemamos y nos quemamos año tras año nosotros mismos y nuestros bosques, que nuestro consumo aprieta el cuello de tantos otros, que nos quedaremos sin pescado en menos que decir "caballa" (y quién sabe si sin vino), y sin todos esos puestos de trabajo, permanecemos impasibles, como si este canto fuera algo que podemos elegir desoír. Es fácil pasar de largo de un hueso de pollo en el camino, pero cuesta más dejar atrás un zapato solitario sin preguntarse qué fue de la vida del que lo perdió.