La infancia es un invento moderno. Por supuesto que niños con ganas de jugar siempre hubo, pero esa vocación no se contemplaba desde el marco del derecho universal. Una ventana al pasado es la pintura de género, que nos muestra cómo las criaturas bregaban en cocinas ajenas y se deslomaban en el campo. Una ventana al presente es la que nos abre la FAO, que cifra en 108 millones los menores que trabajan en agricultura, pesca y ganadería. Son 108 millones los menores que alimentan al mundo. Los niños fueron y son los peones invisibles de la gastronomía.
En este rincón de Occidente, los pequeños dejaron de ser mano de obra barata para convertirse en ciudadanos protegidos cuando pudieron abandonar la servidumbre, las fábricas y la calle por el alfabeto. Para que no se pudiera revocar, fue necesario reforzar el concepto de la infancia, moldear su construcción social. Poco a poco nacieron nuevos géneros —o subgéneros, según quien lo relate— dentro de la música, el teatro y la literatura, adecuados a lo que los nenes debían o podían aprender en cada etapa. Finalmente, cuando ya no quedaba nada más por adaptar, brotó un esqueje que tiempo atrás hubiera sido inconcebible: la alimentación infantil.
Primero aparecieron en el ámbito público los menús escolares, que pronto se convirtieron en objeto de interés para científicos, políticos, economistas domésticas, educadores, familias y asociaciones filantrópicas de mujeres. Cada cual tenía sus razones, al fin y al cabo, combatir la malnutrición infantil no solo paliaba la desigualdad social, también garantizaba futuras naciones fuertes ante guerras, epidemias u otras vicisitudes del llamado progreso. Sin embargo, la balanza entre la salud colectiva y la cuestión patriótica se desequilibró en países como Estados Unidos. "Nuestros hijos comen democracia", pronunció un líder en tiempos de Truman en un discurso sobre cómo el control de los comedores estudiantiles transformaba a los emigrantes en auténticos americanos. Apelar a la identidad nacional se convirtió en una carta invencible, sobre todo para los lobbies de la alimentación y las marcas de comida ultraprocesada, que gracias a su inversión en la desinformación nutricional han logrado que la pizza sea catalogada como verdura o que se sirva como alimento diario.
De forma paralela, en la esfera privada se había producido otra epifanía en el albor del siglo XX: los empresarios entendieron que tener contentos a los hijos de sus clientes aumentaba sus beneficios. Los vagones de tren y en los restaurantes incorporaron coloridas cartas con sopa de pollo, palitos de zanahorias, hamburguesas a la plancha y patatas fritas, todo ello a precio reducido. En los salones de té y en los grandes almacenes destinaron un área especial, antecedente de la zona de juegos de tantos establecimientos actuales. Y la industria comenzó a empaquetar todo y a jugar con el Quimicefa. Los tres factores —selección de platos, espacio y caja— fueron el germen de la deformación del gusto, del apetito y del acto social de comer, no solo de los niños, también de sus progenitores, que picaron el burdo cebo de aquellas mentes que, sin saberlo, habían creado una nueva estrategia de marketing: llegar a la cartera de los padres por medio de sus retoños. De nuevo, la comida infantil como instrumento.
En el nuevo siglo, se sacia antes el capricho que el estómago. Las despensas domésticas abrazan cereales que son merchandising y pescados sin ojos ni espinas. Los macarrones y la escalopa son la realeza del menú infantil mecanografiado en Comic Sans. Las cadenas de fast-food compran sus visitas con juguetes made in las manos de algún otro menor. Y a la hora del patio, los adolescentes maridan grasas saturadas con bebidas que prometen alas. Se cruzó la línea roja, porque cuando una familia lega la educación del paladar a la publicidad, despoja al niño de su condición de niño y lo convierte en consumidor. Sin embargo, hay una perversión mayor y es que las autoridades permitan esta transformación. Porque mientras la música, el cine y la literatura infantil generan nuevos oyentes, espectadores y lectores; la comida infantil engendra nuevos pacientes. La infancia es un invento moderno, sí, pero también lo es la penicilina. Y las dos salvan vidas.