Nos encanta reírnos de los demás. Somos así, qué le vamos a hacer. Yo mismo me he cachondeado en esta misma columna de eso y de lo otro en más de una ocasión. Los últimos días dos chicas, una estadounidense y una española, han sido objeto de burlas más o menos descarnadas y con más o menos gracia.
De la estadounidense se viralizó un vídeo en el que explicaba y —lo que es peor— demostraba lo fácil que es hacer zumo de naranja uno mismo, cosa que contaba que descubrió después de estar de viaje por Italia y ver cómo lo hacían los camareros cuando lo pedía en un bar, que no se limitaban a abrir un bote, sino que exprimían las naranjas. Así que nada más volver, Hailey se compró un exprimidor de 20 dólares y grabó un vídeo demostrativo, que resulta aún más risible cuando intenta exprimir los cítricos con el aparato desenchufado.
Más de 750.000 reproducciones y casi 3.000 comentarios después, ya se pueden imaginar que el cachondeíto ha sido de aúpa, pero quizás no hay para tanto. Vaya que quizás el zumo de naranja natural no es algo tan frecuente en Estados Unidos, o no esté tan generalizado. De hecho, en alguna parte he leído que los estadounidenses están tan acostumbrados al gusto metálico del zumo enlatado, que hay estudios de márketing que indican que lo prefieren al de naranjas recién exprimidas.
Al final, en gran medida lo que determina que algo nos guste, en muchas ocasiones, es que nos hayamos expuesto a ello una y otra vez. Es el viejo truco con el que nuestras madres conseguían que nos gustaran las coles de Bruselas, el hígado o los sesos de cordero rebozados. Exponernos a ellos una y otra vez, y si no te los habías acabado durante la cena, aparecían en la del día siguiente.
Si el único zumo de naranja que has bebido en tu vida sale de un bote, pues lo más lógico es que no tengas ni idea de cómo se hace. Y tampoco creo que estemos en disposición de hacer muchas bromas con esto, porque me gustaría saber cuántos niños de nuestras ciudades, no de las de Kentucky, saben de dónde viene todo aquello que comen y que ellos ven habitualmente en las estanterías de los supermercados en bandejas de poliestireno. Pero, claro, reírse de los demás siempre es más fácil… y más divertido.
En el caso de la chica española, las risas fueron por culpa de un melón japonés. Toda emocionada, también filmó un vídeo en el que contaba que iba a probar —y probaba— el melón más caro del mundo que, por esta lógica un poco absurda del mercado, también está considerado el mejor melón del mundo. No les puedo dar más pistas porque no lo he probado en mi vida.
He leído que dos ejemplares se llegaron a subastar por 40.000 euros. Y nos hemos hecho un lío con el nombre, que si es Yubari Melon o que si se llama Crown Melon. El que la chica del vídeo prueba es claramente Crown Melon, que se parece al Galia, porque el Yubari se parece más al Cantaloupe.
En este caso, las coñas vienen —como se pueden imaginar— por el lado del precio, por el hecho de que alguien se pueda gastar 300 pavos en un simple melón y que se puedan llegar a vender por 40.000. En todo caso, hombre sí, 300 pavos por un melón es una pasada, pero no sé si más o menos que el precio del caviar, de las angulas o de la trufa blanca de Alba. Y sin irnos tan lejos, aquí se venden piezas de queso Idiazábal por casi 10.000 euros. Y se ha pagado por algún vino más de lo que vale un piso y la lista sería interminable.
Al final, las cosas no cuestan lo que valen, sino lo que alguien está dispuesto a pagar por ellas. Es aquello de que precio y valor son cosas distintas.
Les decía que las burlas hacia Bea venían por el precio y porque al final todo acababa en decepción y aún y asegurar que era el mejor melón que había comido en su vida, era lo suficientemente honesta para reconocer que no entendía el hype y que en la vida se gastaría ese dineral en una tajada de esa fruta.
Pues qué quieren que les diga. Prefiero mil veces la honestidad de Bea que aquellos que se dejan estafar, pongamos por caso, por cocineros mediocres, trileros de poca monta, y endiosados, cuando les endosan cualquier mierda de plato. Como mínimo a Bea no se la colarán otra vez y sabe distinguir un melón de una tomadura de pelo. ¿Y Hayley? Pues está feliz con su exprimidor Black & Decker de 20 dólares. Déjenla en paz.